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Ojos con mucha noche

Ingenio, poesía y pensamiento en el Barroco español

by Juan Carlos Cruz Suarez (Author) González Martín (Author)
©2014 Thesis 306 Pages
Series: Perspectivas Hispánicas, Volume 35

Summary

El periodo barroco ofrece unas especiales condiciones para poder realizar la observación nítida de la práctica ingeniosa. Concretamente, a lo largo del siglo XVII, el ingenio cobra una total preeminencia en las obras canónicas del conceptismo literario, elevando la práctica de la escritura – especialmente la poética – a una flexibilidad retórica que rompía con el modelo heredado del Renacimiento. El presente libro ofrece una visión de conjunto a través de la cual se divisa la relación existente entre la práctica ingeniosa y los valores que ésta tiene tanto desde un punto de vista estético como filosófico. De igual manera, pretende ahondar en el diálogo establecido entre la creación literaria y el discurso filosófico, precisamente con el fin de situar a la facultad ingeniosa dentro de un marco de acción en el cual ambos discursos se van a ver reconocidos. Por último, se trazará un recorrido general por algunas de las poéticas y obras literarias españolas que no solo elevaron el ingenio a la categoría de auténtica episteme hispana, sino que lo señalaron como el eje vertebral de todo un modelo de cultura.

Table Of Contents

  • Cubierta
  • Título
  • Copyright
  • Sobre el autor
  • Sobre el libro
  • Esta edición en formato eBook puede ser citada
  • Índice
  • Agradecimientos
  • Capítulo I. Introducción. Gloria Hispánica
  • Capítulo II. Señas de Identidad.
  • Peculiaridades Del Barroco Español
  • Mapa de un contraste: equilibrio y tensión
  • Ubi sunt. Re-situarse en el mundo
  • Desosiego y melancolía universal
  • Cambios en el pensamiento: en busca del fuego y la luz
  • Pensamiento español frente a las novedades ilustradas
  • La entrada en juego de los novatores
  • Dos protagonistas de excepción: Mayans y Feijoo
  • El hispánico modo
  • Esfuerzos insuficientes
  • El sino español: Contrarreforma y Barroco
  • Capítulo III. Formas del Conocimiento. Filosofíay Poesía
  • Ser o no ser, he ahí la cuestión
  • A propósito de una posible discordia entre la filosofía y la literatura
  • Filosofía, ingenio y el “poder de la fantasía”
  • Teoría aristotélica de la metáfora
  • Ingenio y poética en la tradición renacentista española: Juan de Valdés, Sánchez de Lima, López Pinciano y Huarte de San Juan
  • El ingenio en Juan Luis Vives
  • El mundo en la palabra
  • Capítulo IV. El Barroco y El Ingenio
  • Poesía y oscuridad
  • La palabra ingeniosa sobre el trasfondo barroco
  • Teatro de lo real
  • Hacia una definición del ingenio en el Barroco
  • Gracián y el Barroco
  • Filosofía y preceptiva del ingenio en Gracián
  • Capítulo V. La Poesía Más Ingeniosa
  • El culto a la dificultad poética
  • Quevedo o la intensificación ingenioso-conceptista
  • Góngora: paradigma de la poesía ingeniosa del Barroco español
  • Un modelo de prestigio para Gracián
  • A la sombra del gongorismo
  • Medrano y la reivindicación del ingenio
  • Imitación de Góngora o simple “pompa de color”
  • Retorno al gongorismo desde una perspectiva política y psicológica
  • Los imitadores de Góngora en el siglo XVIII
  • Luzán frente a Góngora: acotaciones histórico-estéticas de un estilo español
  • Góngora y el ingenio: la identidad de la lírica española del Barroco
  • Capítulo VI. Epílogo. “Ojos Con Mucha Noche”
  • Obras Citadas

CAPÍTULO I.

INTRODUCCIÓN. GLORIA HISPÁNICA

Dios lo primero, siempre. Y los hombres, arrojados en los cauces inescrutables de la Providencia, serán asistidos, entonces, por la única y posible promesa de una vida por vivir y una eternidad aún por acontecer. Se ensalzan, además, los valores de lo propio, haciendo que todo circunde alrededor de una modalidad de Gloria en la tierra. Así ésta será española, pues no solo Dios —en su vigilancia y guardia de esa masa humana que lo aclama— cuidará de que así sea; la espada, parte central de un Imperio que no pretende cesar, es tomada para salvaguardar y extender los privilegios ganados por ese nuevo pueblo de Dios. Los productores de símbolos —los albaceas del imaginario— adquirirán un papel fundamental para, desde su posición de observadores de un mundo hecho a la medida de sus deseos y sus creencias, configurar la imagen más efectiva de esa Gloria Hispánica, verdadero rostro del Barroco español. ← 15 | 16 →

Y así, hijo, es necesario que os esforcéis y os encomendéis a Dios para que Él os favorezca, de manera que le podáis servir en ello y juntamente ganar honra y fama perpetua, y a mi vejez me deis tal reposo y consentimiento, que yo tenga muy mucha causa de dar gracias a Dios, de haberme hecho padre de tal hijo. 1

Iniciaré esta aproximación al momento barroco español dando paso a unas páginas quizá demasiado especulativas. Así pues, para precipitar este posible error científico, me apresuraré a vincular la cita de inicio con el cuadro de Tiziano que aparece a continuación.

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La Gloria (1551-1554). Tiziano. Museo del Prado, Madrid ← 16 | 17 →

En la cita el emperador expone de forma clara y sucinta la importancia que tiene dedicar esfuerzos para servir a Dios. El antiguo tópico de la fama póstuma ganada como consecuencia de tal dedicación se enclava, de igual modo, en un texto hábilmente tejido para manifestar la solemnidad del acto y la gravedad del asunto. Carlos V, con el fin de tildar ese efecto, alude —a modo de inflexión retórica o de peroratio— a su figura como padre frente al hijo, de tal manera que pretende tutelar —y afectar— el ánimo del rey de España para de esta forma espolear en él la necesidad de mantener el orden moral, espiritual y político que pronto le será dado en herencia. La religión constituye una de las bases fundamentales sobre las que se sostiene la arquitectura de todo un imperio, hecho que favorece, al fin, la generación de un tipo de pensamiento al hispánico modo que se extenderá por todos los órdenes de la vida durante los siglos siguientes. Así aconseja el emperador a su hijo:

Para este efecto, ante todas las cosas, habéis menester determinaros en dos cosas; la una y principal: tener siempre a Dios delante de vuestros ojos, y ofrecedle todos los trabajos y cuidados que habéis de pasar, y sacrificarás estar muy pronto a ellos; y otro, creed y ser sujeto a todo buen consejo.2

La “una” y la “principal”, ciertamente, acción por tanto que valida todo lo demás. Motor o eje de gravedad en el que oscila la idea de un mundo hispano tamizado por esa fuerza cohesiva que es la religión. Dios ocupa, así, un lugar privilegiado para la monarquía española y para la política imperial impulsada por Carlos V. Por ello, continúa el emperador:

Como dicho está, le habéis de tener siempre delante de los ojos. Nunca os descuidéis de servirle. Sed devoto y temeroso de ofenderle, y amadle sobre todas las cosas. Sed favorecedor y sustentad su fe. Nunca permitáis que herejías entren en vuestros Reinos. Favoreced la Santa Inquisición y tened cuidado de mandar a los oficiales de ella que usen bien y rectamente de sus oficios y administren buena justicia.3

Servicio, temor, amor sobre todas las cosas. El rey de España, siguiendo el consejo del emperador, deberá asumir el papel de baluarte o defensor de las virtudes de la religión que profesa. Para ello, entre otras cosas, el espacio físico y moral gobernado por la monarquía hispánica debía quedar preservado de la ← 17 | 18 → contaminación externa4. El emperador sitúa a su heredero en el centro de esa defensa que él mismo ha procurado en los años que ha consolidado una fuerza política y religiosa internacional. Su posición es clara y determinante. Y a la hora de instruir a su hijo no duda en estimular el ánimo, fijar las pautas y establecer las responsabilidades con respecto a la misión que le encomienda.

Si establecemos una relación entre las palabras de Carlos V y su propia imagen representada en La Gloria, no cabe duda de que el emperador es un fiel y temeroso devoto. La imagen poderosa que en otras ocasiones pintara Tiziano5 contrasta con la que se nos ofrece en este cuadro. En el lienzo, Carlos V aparece junto a su esposa, Isabel de Portugal, ataviado con una túnica o sudario blanco. Igualmente, detrás de ellos, casi mirando al espectador del cuadro, surge el rostro blanquecino de Felipe II. La familia real, en medio de una corte celeste, se nos muestra dedicada a la oración ante la contemplación de la Trinidad6. Frente a todas esas representaciones religiosas, la familia real aparece en actitud humilde, orando, mostrando con ello su posición frente a Dios7, exhibiendo así su sometimiento a la voluntad de éste, a sus designios, y de esa forma, cercando a la monarquía hispánica dentro de un espacio dogmático gobernado por la divina providencia. Tiziano traza las líneas maestras del mapa de la religiosidad de la monarquía española, una verdadera Gloria hispánica, modelo definitivo de ← 18 | 19 → una suerte de identidad política y religiosa que alcanza sus características especiales y acentúa su rasgos más significativos durante los siglos XVI y XVII8.

Dentro del marco de otras representaciones del poder y de la gloria hispánica, la posición del emperador es imponente. Aparece ahora subido a un pedestal, ataviado con armadura romana, lanza en ristre, rostro complacido frente al poder que ostenta. Así lo sabe ver Leoni, por ejemplo, que transmite en una escultura la poderosa imagen de un Carlos V que tiene postrado a sus pies a un infiel encadenado, enemigo acérrimo y por tanto antípoda de todos y cada uno de los valores que el emperador admite como únicos y verdaderos, dignos —a la postre— de la defensa del Imperio que ha forjado y que pretende perpetuar.

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Carlos V y el furor. (1551-1553). Leoni. Museo del Prado, Madrid. ← 19 | 20 →

La escultura y el cuadro alientan una imagen efectiva de las propias palabras que el emperador escribe a su hijo para instruirle. Como si de una especie de transposición se tratara, los artistas han sabido leer y representar la forma del poder imperial español del siglo XVI —humildad y temor frente a Dios, fuerza y contundencia contra el hereje—, de tal forma que constituyen documentos fundamentales para establecer el rango de autoconciencia que el imperio tiene sobre su hegemonía.

En todas las épocas, los hombres y los sistemas de poder han intentado propiciar una imagen efectiva de su propia extensión y características, motivando así una proyección que penetra en el tejido social y, al mismo tiempo, preserva la estabilidad psicológica del hombre posicionado frente al poder que ostenta, en una especie de autocomplacencia ante el lugar que ocupa. El imaginario colectivo se ve invadido por esas imágenes seudo propagandistas que conforman un espacio para la articulación del momento histórico, es decir, adquieren crédito y legitimación dentro de un marco temporal, haciendo que se fije entre la población la imagen poderosa de quienes les gobiernan9. En el caso de España, el valor de la fe y la dimensión imperial constituyen fuentes inagotables para la producción de imágenes del poder que propician la activación de una posición de privilegio en el imaginario y en la mentalidad social de la época. Veamos la siguiente alegoría de Pereda: ← 20 | 21 →

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Alegoría de la vanidad del mundo (1634). Antonio Pereda y Salgado

El motivo principal de la alegoría gira en torno a la figura de un ángel que porta un globo terráqueo al que señala con la mano derecha, y sobre el que sitúa, a modo de estandarte, una imagen. Esa imagen corresponde a la de Carlos I. Nuevamente aparece ante nosotros el poder universal con el que se unge la monarquía hispánica. Pereda firma la obra durante el periodo del Rey Planeta, Felipe IV. Es un guiño al pasado, a un periodo de hegemonía que no avisaba aún del lento periclitar en que había caído el imperio durante el reinado del propio Felipe IV10. La imagen, además, no es solo un recordatorio, representa ← 21 | 22 → asimismo un gesto soberbio en un momento marcado por la controvertida y fallida política de orden imperialista diseñada por el Conde Duque de Olivares11. El ensalzamiento y sobrevaloración del pasado glorioso de España contenía en su seno una operación de marketing destinada a explotar el poder real de la monarquía española; y, además, servía de aviso al monarca de turno, de tal manera que éste, Felipe IV, dimensionara la verdadera responsabilidad histórica que había heredado a la hora de preservar el poder y la expansión territorial que sus antepasados le habían dejado como legado12.

Las imágenes del poder imperial español, justamente porque han alcanzado el necesario nivel de topificación, ocupan el estatus de discurso fosilizado pero funcional, ya que en sí mismas logran transmitirnos la evidencia de una conciencia monárquica que se siente la primera y más poderosa del mundo en los siglos XVI y XVII. Estas imágenes, a su vez, conservaban una serie de valores fundamentales en el periodo barroco, entre los cuales podemos indicar —como nos enseña Saavedra Fajardo, por ejemplo— la función pedagógica en la ← 22 | 23 → educación de los príncipes13. Las imágenes del poder hispano encajan en un modelo representativo que actúa de “verdadero pensamiento imaginativo y pictórico” en el cual se reflejan “las cualidades morales” de los representados a través de unas obras que contienen un componente retórico14. Además de “un fragmento de historia”15, estas representaciones del poder constituyen un tipo de discurso moral, publicitario o propagandístico que debe servir para instruir no solo a los herederos del trono, sino que adquieren un mayor valor cuando se observan bajo el prisma del pueblo llano o de los enemigos, pues ante ellos aparece referida la imagen hegemónica de un imperio que se auto-reconoce como el más poderoso de su tiempo.

En esa valoración que establece sobre sí misma, la monarquía hispánica presume de las raíces históricas y de la identidad de éstas. Por ello, asumir la condición dominante de un pensamiento belicista y ultrarreligioso devenía en una forma de fijación de lo propio y diferencial con respecto a los países del entorno. De esa manera era más fácil constatar el desajuste sustancial que poco a poco se iba generando entre un pensamiento español —providencialista y ← 23 | 24 → peripatético— con los procesos críticos iniciados frente al aristotelismo —con la paulatina aparición del empirismo, el atomismo, el racionalismo e incluso la misma astronomía— y contra la interpretación religiosa tradicionalmente vinculada al catolicismo, a través de la Reforma luterana o de la menos radical posición de Erasmo. Por tanto, se irá definiendo lo que iba a constituir un verdadero choque epistemológico entre dos formas de pensamiento. Los discursos se establecen en atalayas enfrentadas incluso en la forma en la que ese discurso general se confiere, se dicta o se comprende. Se trata, por tanto, de dos maneras diferenciadas de entender la realidad, hecho que finalmente impide un desenlace feliz en el conflicto establecido, simplemente porque se eluden, o mejor, se fulminan recíprocamente cuando se intenta provocar su asociación: el mundo hispano realza y reafirma sus valores a través de la validación de una suerte de relación retórica entre el hombre y el mundo, y a partir de ahí incide en sus razones, en mantener su posición e incluso en intentar expandir el modelo de vida16; por el contrario, los cambios en el pensamiento que procuraron la aparición del racionalismo cartesiano, apostaban por una dialéctica que lo llevará a trazar un ideal crítico que finalmente desembocó en el pensamiento ilustrado. Choque de discursos, por tanto, que impide que se establezca un verdadero diálogo y habilita un desencuentro epistemológico nada banal, y en el que en todo caso, además, provoca un repliegue del pensamiento hispano del siglo XVII sobre sus preceptos constitutivos e identitarios.

España, tras la adhesión de Portugal, se constituyó en el imperio más extenso hasta entonces conocido. Se generaba, como ya se ha sugerido, la conciencia ← 24 | 25 → de ser y conformar “un linaje” y “una nación que no admitían parangón”17. Sin duda alguna, el mantenimiento de ese territorio conllevaba el peligro de la fragmentación, incluso el sino de lo efímero. La deseada unidad total e indivisible de aquel basto suelo católico resultaba, así, un alarde de poder —sin duda un deseo irrenunciable por parte de la Monarquía Hispánica—, sobre todo porque esa fragmentación se planteaba ya en el mismo espacio peninsular como una realidad evidente18.

No conviene olvidar, por otra parte, uno de los factores más determinantes que actuaron en la fijación de una posible ideología colectiva de la España post-medieval. Durante muchos siglos, hasta la institucionalización del Estado Moderno español —con todas las posibles connotaciones, desajustes o interpretaciones que este hecho contiene— se consolidó en la Península Ibérica una direccionalidad religiosa que definitivamente animó e impulsó el ser social de aquel tiempo. Independientemente de las disputas de poder entre los distintos reinos o territorios feudales de la Península Ibérica, si había algo que los mantenía unidos era el ya viejo convencimiento de que su fe, la cristiana, era el eje vertebrador de un espíritu general que hermanaba a todas las comunidades peninsulares19. Por tanto, en esencia estábamos ante un pueblo que se hallaba al servicio, desde tiempos remotos, de una idea de mundo —su particular visión de un mundo cristiano, en todo caso—, y cuya articulación llevaba aparejada la misión infranqueable de recuperar para todo el territorio peninsular la ← 25 | 26 → íntima fisionomía de la fe que profesaban. A lo largo de los siglos, esa operación permitió la sedimentación cultural de elementos propios y que iban constituyendo una forma de verdad. Es más, la paulatina recuperación territorial y espiritual del espacio ibérico era ya una ancestral demanda, una “guerra santa” que había que finalizar en pos de devolver a aquel territorio lo que consideraba que le habían usurpado siglos antes20. De esa manera se configura una forma de pensamiento dirigido a recuperar los valores de lo propio, y, por ello mismo, a exacerbar esos valores de tal manera que permeabilizaran su poder unificador, simbólico e identificador con respecto al conjunto de la sociedad en la que se filtraban y con la que se disolvían. Quedaba claro, por tanto, qué era ser un cristiano. La lírica, tanto la culta como la popular, fue durante siglos el espacio sobre el que imaginario constituyó el marco de representación gráfica de las actitudes, deseos, querellas y características de aquel pueblo que durante siglos venía realizando un movimiento de recuperación del espacio geográfico y espiritual que entendía como suyo, por tanto, un esfuerzo de restauración de una suerte de identidad. Esa es la geografía política y moral que se consolida con la unión de Castilla y Aragón, momento, además, en el que se fija el nacimiento del Estado Moderno español bajo la consolidación de la Corona española21. A ← 26 | 27 → finales del siglo XV el proceso termina. Los Reyes Católicos, ungidos con ese epíteto, desmontan cualquier posibilidad de ambigüedad en cuanto a lo que deberá ser su política expansionista y religiosa. Comienza, además, la propagación territorial ultramarina de España, y con ello cobra protagonismo el proceso de evangelización de una tierra regida —desde la órbita cristiana— por dioses y ritos equivocados. El sino de una fe que durante tanto tiempo fue defendida por los monarcas hispanos, se transmite a los monarcas que siguen como herencia irrenunciable, significativa y virtuosa. Ese es el legado que recibe el emperador Carlos V, y esa es la herencia que éste deja, como un tesoro que hay que preservar, a Felipe II y los monarcas del siglo XVII. La operación de ensalzamiento de los valores propios se había elevado hasta consignar cuál era la posición y la representatividad del pensamiento español de la época. Si pensamos, por tanto, en los sustanciales cambios que en distintos órdenes del pensamiento religioso, político, científico o filosófico se producen durante el siglo XVI, es obvio casi afirmar que el pensamiento español, curtido en una lucha dirigida a fijar su posición como modelo de pueblo cristiano dentro del paradigma más ortodoxo, no podía aceptar lo que a su juicio era una contradicción con respecto a su propia idea de mundo, de realidad, de organización de esa realidad o, incluso, de la manera en la que se aprehende esa realidad. Al contrario, frente a todos los cambios que se insinuaban o se consolidaban, el espíritu hispano afirmaba con orgullo el valor de lo propio. Y, además, desde su posición privilegiada de potencia hegemónica, de imperio, se veía en posesión de una verdad absoluta. Y la defendería hasta las últimas consecuencias, tratando de no dejar filtros que permeabilizaran las actitudes o patrones ideológicos hostiles con respecto al ideal moralizador que se sentía como original-hispano. Se cierra España22, o el mundo hispánico, entonces, produciendo así un “lock out” o un “apagón de la información” que separa definitivamente a la metafísica española del cartesianismo racionalista que se extendía por otras regiones ← 27 | 28 → de Europa23. Pese a los nobles y arduos intentos renovadores que muchos intelectuales intentaron realizar en la España del XVII, el modelo de pensamiento hispano seguía condicionado por la escolástica-tomista y —en una medida nada desdeñable— por la Ratio Studiorum de la escuela jesuítica. Los cambios epistemológicos que se extendían por otras partes de Europa quedaban fuera de la academia española, del pensamiento, generando en su repliegue o cierre “la realidad de una institución que se postula como auténtica correa de transmisión de una monarquía confesional, que tiene en los claustros a la estirpe de sus más rendidos servidores”24. El imperio no podía acatar que se había producido una caída en un error universal, un fallo que afectaba a su propia constitución como modelo de estado cristiano; ese “nuevo pueblo de Dios”, incluso en su lento y agónico fenecimiento, aceptaba ese sino como una suerte de reto, pues “Dios castiga a los que ama, pone a prueba a los pueblos elegidos”25. De existir ese error universal, no era el modelo de pensamiento español el errado. Los años de entrega y sacrificio realizados desde la gestación de aquella sociedad medieval cristiana y guerrera con el fin de consolidar una fuerza hegemónica militar y religiosa constituía —o debían constituir— una garantía con respecto a la fiabilidad de la misión emprendida y de la ideología que la animaba. ← 28 | 29 →

Con ese trasfondo, arribamos al momento en el que nos disponemos a definir cuál es la seña de identidad que nos permite hablar de lo propio hispánico en el contexto histórico en el que nos movemos, de tal manera que podamos advertir y subrayar el quehacer de un pensamiento estable y consolidado durante varios siglos y que nos permite vislumbrar una diferencia específica con respecto a los movimientos intelectuales que se estaban desarrollando en otras latitudes. Desde nuestra perspectiva, pretendemos asignar al ingenio los valores constitutivos de los auténticos ejes sobre los que gravita una forma de interpretación de la realidad o de indagación de esa realidad, y cómo ésta se encuentra íntimamente ligada a la caracterización y fisionomía del mundo hispano del siglo XVII. Concretamente, después de recordar las características elementales del Barroco español a través del estudio de algunas de la obras canónicas de aquel tiempo, nos propondremos señalar que, pese a las distintas interpretaciones, hay en el seno del pensamiento hispano un sedimento metafísico que condiciona y determina una manera de entender o acercarse a la realidad, configurando, así, una forma de filosofía predominante durante el Barroco. En ese espacio del pensamiento, el ingenio cobra una luz nueva, pues ve realzada su capacidad de entrever verdades allí donde la razón no es capaz de llegar. Será, de igual manera, este ingenio el que subraye el carácter más vigoroso de las producciones artísticas del momento, hasta el punto de llegar a determinar la forma en la que el imaginario alcanza sus valores representativos más notables. La literatura, en esa misma línea, se dispondrá dentro de un código ingenioso que confirmará una de las características esenciales del periodo. Hablamos, por tanto, precisamente de la revelación que supone el hecho de que las producciones poéticas de índole ingenioso-conceptista —las más representativas del Barroco— devienen en un mecanismo de expresión estética incuestionable para los autores del momento, pero, además, constituyen una suerte de actividad filosófica encaminada a mostrar —y no digo demostrar— la verdad del mundo y la existencia. Esa unión, que a lo largo de las páginas siguientes ya es inseparable, constituye una de las señas de identidad de las producciones poéticas hispanas del periodo barroco. Y por extensión, de todo el pensamiento español de aquel tiempo. ← 29 | 30 → ← 30 | 31 →

 

1“Política y religión. Instrucciones de Carlos V a Felipe II”. La cita está extraída de la carta que el emperador firma en Palamós el 4 de mayo de 1543. Ver la edición de Fernández Álvarez, Corpus Documental de Carlos V. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1975, p. 90 y ss.

Details

Pages
306
Year
2014
ISBN (PDF)
9783035107067
ISBN (ePUB)
9783035197655
ISBN (MOBI)
9783035197648
ISBN (Softcover)
9783034314640
DOI
10.3726/978-3-0351-0706-7
Language
Spanish; Castilian
Publication date
2014 (April)
Keywords
Barroco español Conceptismo literario Creación literaria Facultad ingeniosa Discurso filosófico
Published
Bern, Berlin, Bruxelles, Frankfurt am Main, New York, Oxford, Wien, 2014. 306 p.

Biographical notes

Juan Carlos Cruz Suarez (Author) González Martín (Author)

Juan Carlos Cruz Suárez es doctor en filología hispánica por la Universidad de Salamanca y post-doc y docente en la Universidad de Aarhus. Sus áreas de investigación son la novela memorialista española y la literatura, la cultura y el pensamiento de la España de los ss. XVI, XVII y XVIII.

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