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Desde el clamoroso silencio

Estudios del monacato femenino en América, Portugal y España de los orígenes a la actualidad

by Daniele Arciello (Volume editor) Jesús Paniagua Pérez (Volume editor) Nuria María Rosa Salazar Simarro (Volume editor)
©2021 Edited Collection 1002 Pages

Summary

Las investigaciones que articulan este volumen se vinculan con todo aquello que se refiere al monacato femenino en América y en la península ibérica. La pluralidad de perspectivas, que abarcan multitud de disciplinas humanísticas (arte, archivística, arquitectura, cine, historia, literatura, etc.), es el componente esencial de la selección de los trabajos que configuran Desde el clamoroso silencio. Asimismo, la gran variedad de temas abordados revela su importancia aun desde una perspectiva cronotópica, puesto que se analiza el monacato femenino en América, España y Portugal, desde la Edad Media hasta la actualidad. El contenido de este monográfico, pues, evidencia la relevancia y el valor que la vida monacal suponía para las mujeres del ámbito luso-hispano.

Table Of Contents

  • Cubierta
  • Título
  • Copyright
  • Sobre el autor
  • Sobre el libro
  • Esta edición en formato eBook puede ser citada
  • ÍNDICE
  • Presentación
  • El monacato femenino en la Edad Media
  • LAS MONJAS BENEDICTINAS DEL VALLE DEL DUERO EN SU ENTORNO SOCIAL Y POLÍTICO (1080–1284) (Carlos Manuel Reglero de la Fuente)
  • MONASTERIOS FEMENINOS Y PATRONAZGO EN LA EDAD MEDIA: EL CÍSTER EN LAS CORONAS DE CASTILLA Y DE ARAGÓN (S. XII-XV) (Ghislain Baury)
  • ENTRE RENGLONES Y AL MARGEN (DE LIBROS Y MONJAS CISTERCIENSES EN LOS SIGLOS XII-XIII) (Ana Suárez González)
  • EL MONACATO FEMENINO HISPANO PLENOMEDIEVAL VISTO A TRAVÉS DE LA DOCUMENTACIÓN PONTIFICIA DE GREGORIO IX (1227–1241) (Santiago Domínguez Sánchez)
  • LA PROFESIÓN FEMENINA DE LAS MUJERES DE LA FAMILIA REAL Y EL ENTORNO CORTESANO EN MONASTERIOS Y CONVENTOS DURANTE LA BAJA EDAD MEDIA. CAUSAS, DINÁMICAS Y PRIVILEGIOS (Juan A. Prieto Sayagués)
  • “BUSCAD, Y HALLARÉIS”: EL ARCHIVO MEDIEVAL INTUIDO DE MOREIRA (LUGO) (Sandra Piñeiro Pedreira)
  • DE VISITA POR DOS MONASTERIOS LEONESES: SANTA MARÍA DE CARBAJAL Y SANTA MARÍA DE OTERO EN LA EDAD MODERNA (Rafael Ceballos Roa y Mª del Carmen Rodríguez López)
  • El monacato en la Edad Moderna y Contemporánea
  • UN REFLEJO DE LA OPINIÓN SOBRE LA SANTIDAD DEL CARDENAL CISNEROS EN UN LISTADO DE MISAS CANTADAS DE UNA DE SUS FUNDACIONES COMPLUTENSES (Lorenzo Martínez Ángel)
  • LA RELEVANCIA DEL CARGO DE CONFESOR DE MONJAS EN LAS BIOGRAFÍAS DE RELIGIOSOS. EL CASO DE LAS CRÓNICAS DE LA ORDEN DE LOS CARMELITAS DESCALZOS (Marta Jiménez Sáenz de Tejada)
  • UNA GOTA DE SU PRECIOSA SANGRE. LA FESTIVIDAD DE LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR EN EL CARMELO DESCALZO (Ángel Peña Martín)
  • TOMAR ESTADO Y ELEGIR ORDEN: LAS MONJAS DE PORTA COELI DE VALLADOLID Y EL TRASPASO DEL PATRONATO (S.XVII) (Silvia de la Fuente Pablos)
  • ANA DE AUSTRIA EN LAS HUELGAS DE BURGOS. CAMBIOS Y PERVIVENCIAS EN LA TOPOGRAFÍA DE LA ANTIGUA IGLESIA ABACIAL (Eduardo Carrero Santamaría)
  • RÉQUIEM POR EL MONASTERIO LEONÉS DE OTERO DE LAS DUEÑAS (CARROCERA, LEÓN). SU LIBRO DE LOS DIFUNTOS Y OTRAS FUENTES ARCHIVÍSTICAS (María del Carmen Rodríguez López y Rafael Ceballos Roa)
  • LAS RELIGIOSAS CARMELITAS DESCALZAS EN DURANGO (1853–1863) (Beatriz Elena Valles Salas)
  • El monacato femenino en América
  • LAS ÓRDENES FEMENINAS CUBANAS DURANTE LOS SIGLOS XVII Y XVIII. SU FUNCIONAMIENTO EN LOS MARCOS DE LA SOCIEDAD CUBANA (Adrián Ludet Arévalo Salazar)
  • LAS MONJAS DEL MONASTERIO DE SANTA CATALINA DE AREQUIPA COLONIAL: ORIGEN, ADMINISTRACIÓN, DESOBEDIENCIA Y SANTIDAD (Alejandro Málaga Núñez-Zeballos)
  • REBELDES EN OCASIONES, MANIPULADA A VECES: LA MONJA EN EL CHILE COLONIAL (Andrea Durán Cingerli and M.ª Isabel Viforcos Marinas)
  • EL PAPEL DE LAS MONJAS EN EL ASALTO DE PORTO BELO, FERIA ATLÁNTICA DEL CARIBE ESPAÑOL (Dario Testi)
  • DESVENTURAS DEL MONASTERIO DE CLARISAS EN CARTAGENA DE INDIAS ENTRE LA AUTORIDAD EPISCOPAL Y LA TUTELA FRANCISCANA, 1682–1684 (Julián B. Ruiz Rivera)
  • EL CONTROL DEL PODER MONACAL FEMENINO EN LA DIÓCESIS DE SANTAFÉ DE BOGOTÁ (Jesús Paniagua Pérez)
  • UNA PROPUESTA DE COLEGIO PARA DONCELLAS INDIAS EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LOS REMEDIOS (Nuria Salazar Simarro)
  • Arte y arquitectura monacales en América y España
  • PRAGMATISMO Y OSTENTACIÓN. SOLUCIONES DE LA CARPINTERÍA DE LO BLANCO EN MONASTERIOS FEMENINOS EN TIEMPOS DE TRANSICIÓN (Joaquín García Nistal)
  • EL ESPEJO DE LA ETERNIDAD: ARTE, OBSERVANCIA Y PATRONAZGO FEMENINO EN SANTA CLARA DE PALENCIA EN EL SIGLO XV (Diana Lucía Gómez-Chacón)
  • EL PATRONATO ARTÍSTICO ABACIAL EN EL MONASTERIO DE SANTA MARÍA LA REAL DE LAS HUELGAS DE BURGOS DURANTE EL PERIODO CONTRARREFORMISTA 1570–1629 (María José Zaparaín Yáñez y René Jesús Payo Hernanz)
  • FÉNIX DE LAS MUGERES. LA REPRESENTACIÓN DE LA EXPERIENCIA MÍSTICA EN LA VIDA DE MARIANA DE SAN SIMEÓN Y SU IMITACIÓN EN JUANA DE LA ENCARNACIÓN (María Victoria Zaragoza Vidal)
  • LUIS MALDONADO DEL CORRAL Y LAS MONJAS DE SAN JERÓNIMO. ARQUITECTURA Y PATRONAZGO EN LA CIUDAD DE MÉXICO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XVII (Cristina Ratto)
  • IMAGEN Y FILIACIÓN CORPORATIVA: EL CONVENTO DE AGUSTINAS RECOLETAS DE SANTA MÓNICA DE PUEBLA, UN PROYECTO SECULAR PREOCUPADO POR CONSOLIDAR UNA IDENTIDAD DE CARÁCTER REGULAR (Adriana G. Alonso Rivera)
  • EL CONVENTO DEL CORPUS CHRISTI DE GRANADA Y SU FINANCIACIÓN AMERICANA (1655–1702) (Adrián Contreras-Guerrero)
  • Literatura en América, España y Portugal
  • “¡LA PRINCESA, MONJA! ¡YO DOY LA CASA POR DESHECHA!” (Damián Leandro Sarro)
  • SOR JUANA DE JESÚS MARÍA, UN MODELO DE VIDA ESPIRITUAL, SEGÚN LA HAGIOGRAFÍA DE FRAY FRANCISCO DE AMEYUGO (Yasmina Suboh Jarabo)
  • “SERENÍSSIMA SENHORA, SOBERANA MARAVILHA”. UNA DÉCIMA INÉDITA DE SOROR VIOLANTE DO CÉU (Pedro Álvarez-Cifuentes)
  • RONDANDO DESDE LA NUEVA GRANADA POR LOS LUGARES DE SOR JUANA. DEL ESPACIO MONACAL AL ESPACIO TOTAL DE AMÉRICA EN LA OBRA DE ÁLVAREZ DE VELASCO (Marina Paniagua Blanc)
  • LUCHA CONTRA LA NATURALEZA, LUCHA CONTRA LO DEMONÍACO: RELACIONES ENTRE EL CUERPO, EL PODER Y LA ESCRITURA EN LA OBRA DE LA “MADRE CASTILLO” (Andrea Pantoja Barco)
  • BIOGRAFÍAS FEMENINAS EN MANOS DE HOMBRES. FRAY ROQUE ALBERTO FACI (1684–1774) (Cristina Gimeno-Maldonado)
  • EL CONVENTO DE LAS CLARISAS EN CARTAGENA DE INDIAS, EN LA LETRA Y LA IMAGEN DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (Susana Delgado Quatrín)
  • CLAUSURA FEMENINA EN EL ANTIGUO RÉGIMEN, ¿REBELDES O SUMISAS? MIRADAS FEMENINAS Y REPRESENTACIÓN FÍLMICA: TERESA DE JESÚS DE JOSEFINA MOLINA Y JUANA INÉS DE LA CRUZ DE MARÍA LUISA BEMBERG (María Dolores Pérez Murillo)
  • Obras publicadas en la colección

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Presentación

El monacato femenino en el mundo hispánico y en el luso han adquirido relevancia en las últimas décadas, sobre todo a partir de la celebración del I Congreso Internacional de Monacato Femenino, en el año 1992, aunque existían importantes estudios previos, especialmente en México, como los de Josefina Muriel y un buen número de trabajos sobre diferentes aspectos y monasterios a lo largo de toda la geografía hispano-lusa. Se iniciaban, así, estudios que iban más allá de la mera vida religiosa, muchas veces con tintes milagrosos y sobrenaturales de aquello que fue y significó la vida de las mujeres en el interior de los claustros. Sin embargo, era evidente que su vida monacal se podía estudiar desde otras perspectivas, ya que la vida de claustro superaba los muros monacales para contagiarse y contagiar a la sociedad de su entorno. Precisamente esto nos induce a la presentación de este volumen, en el que colaboran diferentes especialistas de varios lugares del mundo y con diferentes visiones de la temática, que hacen aportaciones que pretenden dar más luz a un tema de gran trascendencia.

La obra la hemos dividido en cuatro secciones. La primera está referida al monacato femenino medieval, que supuso el auge de un modo de vida que tuvo un gran éxito en Europa, especialmente con órdenes como la benedictina y la cisterciense; una vida monacal que tenía una ubicación geográfica especialmente relacionada con el mundo rural, en el que su presencia era además un referente cualitativo del espacio. Continúa la parte dedicada al monacato femenino en la Edad Moderna y Contemporánea en la Península Ibérica; a lo que le sigue el monacato en América, como heredera del proyecto de la monarquía hispánica. Es el momento en que el desarrollo monacal se va a trasladar al entorno de la vida urbana, que en el caso americano suponía también el sello de categoría para las ciudades que podían contar con monasterios para la recogida de las descendientes de conquistadores y con funciones que superaban la tradición peninsular, puesto que en muchos de ellos estaba permitida la formación de niñas. Los dos últimos apartados se vinculan con la cultura monacal, en que desde la literatura hasta el arte las mujeres pudieron mostrar, en cierta medida, su capacidad creativa. Precisamente el ámbito monacal será donde veamos destacar a un mayor número de mujeres, y valgan como ejemplos Hildegarda de Bringen o Gertrudis la Magna. En el mundo hispánico no pueden obviarse ejemplos como los de Violante do Ceu, Teresa de Jesús, María de Jesús de Ágreda, Juana Inés de la Cruz, Josefa de Castillo, Mariana de San Simeón ←11 | 12→y un largo etcétera que en la reclusión monacal pudieron, con las restricciones pertinentes y con un frecuente miedo a la Inquisición, desarrollar una creatividad que la vida marital no les hubiese permitido.

Las aportaciones que componen este volumen, cuya publicación se ha aprobado tras que todas superasen la evaluación por pares ciegos, nos permiten sobrepasar esa visión piadosa de los monasterios femeninos, siendo de los pocos espacios donde las mujeres eran dueñas, como lo reconocía la terminología medieval, aunque solo fuese en parte de su destino. En aquellos lugares la economía, la influencia social, el control del tiempo y del espacio estaban entre sus tareas; pero también el desarrollo de una vida intelectual que les estaba negada a muchas mujeres hasta no hace muchas décadas. Ser monja, de alguna forma, se convertía en una reivindicación silenciosa, ya que en el encierro de sus muros podían tomar (relativamente) las riendas de su destino. Por tanto, los trabajos que en esta obra se presentan son ejemplos de todo ese modo de vida femenino que, al mismo tiempo que formaba parte de la vida religiosa de la época, también se convertía en una posibilidad de desarrollo para muchas mujeres privilegiadas. En este sentido, conviene recordar que, en los monasterios, solo las monjas de velo negro, pertenecientes casi siempre a familias pudientes e influyentes, tenían capacidad para un desarrollo más integral. No en vano el monasterio era un reflejo vivo de la propia sociedad en la que se incardinaba.

Al ser muy variados los trabajos, es el eje temático el que los aúna. En su conjunto, la realización del volumen ha sido posible gracias a las consultas de fuentes primarias que, junto con las bibliográficas y/o filmográficas pertinentes, han favorecido la construcción de un armazón con el que respaldan las teorías y estudios de caso que conforman el monográfico. Se trata además de una visión multidisciplinar, en la medida en que nos vamos a encontrar con estudios de archivística, historia, arte, literatura, etc., que en su conjunto nos ayudan a enriquecer la visión del mundo monacal desde la Edad Media hasta nuestros días.

Los editores

Daniele Arciello

Jesús Paniagua Pérez

Nuria Salazar Simarro

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Carlos Manuel Reglero de la Fuente

Universidad de Valladolid

ORCID: 0000-0002-3361-1815

LAS MONJAS BENEDICTINAS DEL VALLE DEL DUERO EN SU ENTORNO SOCIAL Y POLÍTICO (1080–1284)*
BENEDICTINE NUNNERIES IN THE DOURO VALLEY AND THEIR SOCIAL AND POLITICAL CONTEXT (1080–1284)

Resumen Los monasterios de monjas benedictinas en el valle del Duero no alcanzaron la importancia de los cistercienses ni de sus homólogos benedictinos en Galicia. Seguían distintas tradiciones: la cluniacense en San Pedro de las Dueñas o la de Fontevraud en Vega, a las que se unía la influencia cisterciense en Tórtoles. En muchos casos fueron antiguos monasterios familiares de la aristocracia, refundados entre fines del siglo XI y mediados del XIII. En los primeros tiempos se observa una fuerte presencia de las mujeres de la familia noble como abadesas, oficiales o señoras del monasterio. Ello no impidió buscar la protección de reyes y obispos, cuya autoridad aceptaron. Aunque la mayoría eran abadías, hubo también prioratos: Vega, Salamanca y, desde el siglo XIII, San Pedro de las Dueñas. Las limitaciones impuestas a las monjas llevaron a delegar la gestión del patrimonio en priores, capellanes y familiares. Ello no les impidió mantener su herencia familiar, con la que sufragaban su vestuario. En el ámbito interno, la organización de los oficios del convento refleja tanto la influencia cluniacense como la cisterciense.

Palabras clave: onja, aristocracia, benedictinos, Castilla, León

Abstract The Benedictine nunneries in the Douro valley did not become as important as the Cistercians, nor as the Benedictines in Galicia. They were dissimilar; for instance, San Pedro de las Dueñas followed the tradition of Cluny, Vega that of Fontevraud, but also Tortoles was influenced by that of the Cistercians. In many cases, they ←15 | 16→were former family monasteries belonging to the aristocracy, refounded between the end of the 11th and mid-13th centuries. At first there is a strong influence from the women of the noble family, as abbesses, officials, or dominae (ladies) of the monastery. This did not prevent the nunneries from requesting the protection of kings and bishops, whose authority was accepted. Although most were abbeys, a few were also priories: Vega, Salamanca and, from the 13th century on, San Pedro de las Dueñas. The limitations imposed on the nuns led them to delegate the management of their properties to priors, chaplains and members of their familia. However, the nuns could maintain their families’ properties from which they received income to buy their clothing. Internally, the organization of the nunneries’ offices reflects the influence of both the Cluniacs and the Cistercians.

Keywords: nun, aristocracy, Benedictines, Castile, Leon

El monacato femenino en el reino de León durante la Alta Edad Media se caracterizó, dentro de su gran variedad, por la importancia de los monasterios familiares y dúplices. Las fundaciones de la familia real y la aristocracia condal permanecieron bajo el control de la familia, y en especial de sus deovotae, mujeres viudas o niñas oblatas, consagradas a la vida religiosa, aunque no fuesen abadesas ni monjas. Muchos monasterios albergaban sendas comunidades, masculina y femenina, aunque una solía predominar, tanto numérica como jerárquicamente. Esto propició que, a lo largo del siglo XI e inicios del XII, muchas comunidades femeninas fuesen extinguidas en favor de las masculinas, reduciéndose sustancialmente el número de monasterios de monjas. En general, no se especifica que siguiesen una regla concreta, si bien, desde el año 995, varios cenobios de la ciudad de León mencionaban la de san Benito, que hacían compatible con un monacato dúplice o con la llamada regla de Florentina, es decir, la de san Leandro (Reglero, 2021: 113–124).

A mediados del siglo XIII, el panorama había cambiado sustancialmente. Dominaban los monasterios cistercienses con una veintena de casas (Cavero, 2017: 153–165), el doble que el monacato benedictino tradicional de las monjas de “negra toca”, al que en este trabajo denominaremos en adelante simplemente “benedictino”, aún conscientes de lo impreciso del término. Esta hegemonía cisterciense se plasmaba tanto en su número como en su importancia. Los monasterios cistercienses eran más ricos y estaban más poblados que los benedictinos, destacando Santa María la Real de las Huelgas de Burgos. Había además prioratos premonstratenses y monasterios integrados en órdenes militares, que seguían la norma agustiniana, como Santiago, o la cisterciense, como Calatrava. Se trata de una realidad cambiante, no solo por las nuevas fundaciones, ←16 | 17→sino por la adopción de una u otra norma en sus distintas interpretaciones. Pérez Rodríguez, en una reciente síntesis sobre el monacato benedictino femenino en los reinos de León y Castilla, llamó la atención sobre el contraste entre la fuerte implantación de benedictinas en Galicia, Asturias o el Bierzo, donde dominaban sobre las cistercienses, y su escasa presencia en el valle del Duero (Pérez Rodríguez, 2017: 127–134).

1Una realidad escasa y difícil de delimitar

Los principales monasterios benedictinos femeninos se encontraban cerca de la ciudad de León, la antigua capital del reino: San Pedro de las Dueñas, Santa María de Carbajal y Santa María de Vega. Carbajal contó incluso con un priorato en Salamanca desde inicios del siglo XIII. En Castilla destaca San Salvador de Moral, al que han de sumarse otros de menor importancia, como San Salvador de Palacios de Benaver, Santa Cruz de Valcárcel, Santa María de Tórtoles o Santa María de Ausín (Serrano, 1935: II, 295–305). Al sur del Duero se conoce el de Santa María de las Dueñas, en Santa Inés, aldea del alfoz de Alba de Tormes, en el siglo XIII,1 y, tal vez existiese ya San Salvador de Ledesma, pero las noticias son escasas.2 Hubo intentos de fundar otros en Nogales y Gema, que fracasaron. Finalmente, pudo haber una etapa benedictina previa a la cisterciense en Renuncio (Serrano, 1935: II, 302), Tardesillas (Zamora, 1951: 86–94; Casa y Rubio, 1994) o San Vicente de Segovia (Pérez Rodríguez, 2017: 125–127).3

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Un primer problema es desde cuándo pueden ser considerados benedictinos, pues muchos no son nuevas fundaciones, sino refundaciones de antiguos monasterios familiares, y la documentación rara vez se refiere a la regla que seguía la comunidad allí instalada. La tradición de los monasterios familiares queda de manifiesto en el intento de María Vela y sus hermanos, hijos de la condesa Sancha Ponce, de fundar un priorato de Fontevraud en el lugar de Gema, al sur de Zamora, en 1181. Donaron su heredad al monasterio francés para que se levantase un monasterio de monjas, bajo su regla y disciplina. Estaría regido por una priora, elegida por acuerdo unánime de las monjas y consejo de los donantes; si hubiese una monja de su linaje idónea para ello, podría ser elegida en las mismas condiciones que otra; en cualquier caso, sería confirmada por la abadesa de Fontevraud. La priora confirmada no podría ser privada de su cargo, salvo por culpa manifiesta. El monasterio tendría la obligación de procurar alimento a cualquier mujer de su linaje que cayese en la pobreza o invalidez, o bien recibirla como monja si ella lo desease. Los miembros del linaje serían tratados en el monasterio con la debida reverencia (Sánchez Herrero, 1995: 724; Martín Rodríguez, 1982: 33–34). Las condiciones puestas son las propias de los monasterios familiares de fines del siglo XI o inicios del XII (Martínez Sopena, 1991), y limitaban la intervención de Fontevraud en el nombramiento de la priora, lo que pudo ser una de las causas de que no prosperase.

El primer monasterio femenino leonés claramente benedictino fue San Pedro de las Dueñas. Su carta fundacional de 1080 disponía que debía seguir la regla de san Benito, conforme a las costumbres del monasterio de Marcigny, el priorato femenino de Cluny.4 La iniciativa de la fundación partió del monje cluniacense Roberto, por entonces abad de Sahagún, junto con Alfonso VI y la deovota Urraca, perteneciente a la familia condal de los Alfonso. Su creación ←18 | 19→está estrechamente ligada a la reforma de Sahagún, donde se habían implantado las costumbres de Cluny. El binomio masculino-femenino que el abad Hugo había creado en Cluny-Marcigny se trasplantaba al reino de León con Sahagún-San Pedro de las Dueñas. La presencia de Urraca relaciona este monasterio con los de Santa María de Piasca y San Martín de la Fuente, que regía esta deovota. Por ello se considera que las primeras monjas de San Pedro procederían de tales monasterios (Montenegro, 1993: 103–109).

Una interpretación diferente de la regla benedictina era la seguida en Fontevraud (Venarde, 1997: 57–63, 116–120; Fernández Conde, 2005: 185–187). El conde Rodrigo González, viudo de la infanta Sancha Alfonso, le donó San Cristóbal de la Vega en 1125. Su adscripción a la denominada Orden de San Benito consta en un privilegio del papa Gregorio X de 1274 (Domínguez Sánchez, 2001: 270–271), una fecha tardía, resultado de la reorganización del monacato por el papado desde el IV Concilio de Letrán de 1215.

La condición benedictina de Santa María de Carbajal no se expresa en los documentos hasta 1175 (Colombás, 1982: 137; Domínguez Sánchez, 2000: 101–102), aunque desde 1163 se menciona el oficio de priora (Fernández Catón, 1990: 341–343), que Mattoso considera un indicio de benedictinismo de inspiración cluniacense (Mattoso, 1968: 221–227). Sus orígenes se remontan al 967, cuando el monarca leonés Sancho I fundó San Pelayo de León. Si en los primeros años albergó una comunidad femenina, entre 1013 y 1144 fue un monasterio dúplice, con una comunidad femenina en San Pelayo y otra masculina en San Juan Bautista-San Isidoro. En tiempos de la reina Urraca, la comunidad masculina estaba formada por canónigos, mientras que la femenina estaba regida por una abadesa e integrada por monjas y otras religiosas (Reglero, 2012b: § 29–35, 58–67).5

San Pelayo fue el principal monasterio del Infantado, sujeto al dominium de las infantas o reinas de León. Su última poseedora efectiva, la infanta Sancha Raimúndez, murió en 1158, una década después de trasladar a las monjas de León a Carbajal. La duda es si esta reubicación supuso solo una relegación de las monjas con respecto a los canónigos o también una refundación de la comunidad femenina bajo una nueva regla o unas nuevas costumbres. No hay que olvidar que el traslado se justificaba porque la iglesia de San Pelayo no era adecuada para la vida religiosa de estas monjas, por la multitud de hombres que la frecuentaban (Martín López, 1995: 71). Con ello se hace referencia a que se encontraba en una ciudad, que unía a su carácter de centro político y económico ←19 | 20→su emplazamiento en el Camino de Santiago; la iglesia albergaba las reliquias de san Isidoro, por lo que era un centro de peregrinación relevante. Por tanto, cabe preguntarse si San Pelayo fue en algún momento benedictino y, en tal caso, qué interpretación hizo de dicha regla bajo el dominio de las infantas y en el contexto de un monasterio dúplice.6

Las noticias sobre la condición benedictina de San Salvador del Moral son igualmente tardías. Un privilegio de Inocencio IV de 1247 refiere que en el cenobio se seguía la regla de san Benito, si bien, la mención de prioras se remonta a 1154, poco después de su dotación por Gutierre Fernández de Castro y su mujer Toda Díaz en 1139. Estos refundaron un monasterio, documentado por primera vez en 1068, y en donde ya había una comunidad femenina en 1124, en la que había profesado Teresa Ordóñez, abuela de la referida Toda (Serrano, 1906: 34–35). Entre 1068 y 1139 el monasterio perteneció al obispo de Burgos, sin que conste qué regla seguía ni qué tipo de comunidad lo habitaba.

San Salvador de Palacios de Benaver era un monasterio de la familia Lara, que en 1243 fue donado a la catedral de Burgos. Su primera noticia es de 1231, cuando se menciona a la priora que lo regía. La documentación del siglo XIII es muy escasa y no se refiere directamente a la regla (Serrano, 1941). Por su parte, Santa Cruz de Valcárcel fue otro monasterio familiar en el que, tras fracasar una primera fundación masculina premonstratense en 1165, su propietaria, doña Elo, impulsó un monasterio femenino benedictino.7 En la carta de refundación lo liberaba de la jurisdicción de su parentela, cuyos derechos sobre el cenobio había adquirido (Serrano, 1905: 119–121, 122–123, 126–127).

Los propietarios de Santa María de Tórtoles intentaron igualmente fundar un monasterio premonstratense masculino en 1152, sin éxito. En 1196, María Ermíldez y su marido Gonzalo Pérez de Torquemada optaron porque albergase una comunidad femenina, que seguiría la regla de San Benito, según declaró el papa Inocencio III cuando lo acogió bajo su protección en 1197. Sin embargo, en una ampliación del privilegio de protección, el papa Inocencio disponía que las monjas fuesen visitadas y corregidas por cualquiera de los abades cistercienses vecinos, aunque ello no conllevó su integración en dicha Orden. Su primera comunidad de monjas se trasladó allí desde el monasterio de San Millán de ←20 | 21→Frandovínez hacia 1197, bajo el gobierno de la priora Urraca Pérez, quien desde 1200 se empezó a titular abadesa de Tórtoles (Serrano, 1933: 76–84, 110–132).

Otros dos monasterios castellanos, San Cebrián de Renuncio en Burgos y Tardesillas en Soria, pudieron empezar siendo benedictinos, pero acabaron como cistercienses. La primera noticia de Renuncio es de 1194. Serrano considera que no era todavía cisterciense, pues Alfonso VIII no lo integró entre los dependientes de las Huelgas de Burgos (Serrano, 1935: II, 302); sin embargo, en 1316 ya lo era (Pereda, 1984: 375). En cuanto a Tardesillas, fundado antes de 1203 por Diego, obispo de Osma, y por un matrimonio perteneciente a familias de caballeros de Soria, fue extinguido por el prelado oxomense en 1285, dado su estado de abandono. Las primeras noticias no mencionan su condición cisterciense (Zamora, 1951: 88; González González, 1960: III, 300–301, 580–581; González González, 1980: II, 40–41). En 1234 una permuta para el cenobio es confirmada por el abad benedictino de Valvanera y el cisterciense de Veruela, lo que muestra cierta ambigüedad.8 Finalmente, en 1285, el obispo necesitó la licencia de la señora y de la abadesa cisterciense de las Huelgas para anexionarlo a San Pedro de Soria (Loperráez, 1788: III, 222–224).

Los casos expuestos muestran la variedad y complejidad de situaciones. En general se trata de refundaciones de antiguos monasterios familiares o episcopales. Esta va unida a la imposición de nuevas costumbres en Santa María de Vega, Tórtoles, Palacios de Benaver o San Pedro de las Dueñas. En Tórtoles la comunidad de monjas se recluta en otro monasterio, y es probable que tanto en San Pedro de las Dueñas como en Santa María de Vega se hiciese lo mismo, en este último con monjas de Fontevraud o alguno de sus prioratos.

2Monasterios, nobleza y monarquía

San Pelayo de León y en sus primeros años su sucesor, Santa María de Carbajal, formaba parte del Infantado, un conjunto de monasterios y propiedades que, entre mediados del siglo XI y mediados del siglo XII, estuvieron gobernados por las reinas e infantas leonesas. Entre ellas destacan Urraca y Elvira, hermanas de Alfonso VI, y Sancha, que lo fue de Alfonso VII. Todas figuran como dominae o señoras del Infantado. Como tales eran benefactoras y protectoras de los monasterios, a los que hacían donaciones o defendían en los juicios; pero también gestionaban sus dominios, permutaban sus heredades, las ←21 | 22→entregaban vitaliciamente a sus servidores o las reasignaban de un monasterio a otro (Colombás, 1982: 19–53; Reglero, 2012a; 2012b; 2018a). En este contexto ha de entenderse que el traslado de las monjas de León a Carbajal fuese impulsado y decidido por la infanta Sancha y su hermano Alfonso VII, aunque se ejecutase en el marco del concilio de Palencia de 1148. Doña Sancha completó su dotación en 1151 con las propiedades que la Orden del Temple tenía en Carbajal y con las del monasterio de San Juan de Grecisco (Colombás, 1982: 55–77; Fernández Catón, 1990: 241–243; Martín López, 1995: 71–73; Domínguez Sánchez, 2000: 77–79, 80–85). Esta relación se extinguió con la muerte de la infanta Sancha Raimúndez en 1158.

La figura de la domina de un monasterio no desapareció. Resurgió con fuerza en el monasterio cisterciense de Santa María la Real de las Huelgas de Burgos (Reglero, 2016), y, en general, en los monasterios cistercienses femeninos castellanos (Baury, 2012: 45–64). Estas mujeres de la aristocracia, que podían ser abadesas o no, fueron las herederas de las deovotae altomedievales. La domina controlaba la vida económica del monasterio, su dimensión señorial, mientras que la guía espiritual de las monjas recaía en la abadesa o priora. En los monasterios benedictinos femeninos se encuentran figuras comparables a estas “señoras”, aunque solo en una ocasión se utilice esa misma expresión, precisamente en Santa María de Tórtoles, cuya relación con los cistercienses es más estrecha. Así, en una permuta entre las Huelgas de Burgos y Tórtoles en 1221, este último estuvo representado no por su abadesa o priora, sino por doña María Armíldez, “señora del monasterio” (Lizoaín, 1985: 248–249).

Santa María de Tórtoles es un buen ejemplo de las estrechas relaciones existentes entre estos monasterios benedictinos castellanos y la nobleza. Doña María Armíldez, señora del monasterio, fue también su refundadora. Pertenecía a la familia de los Armíldez de Toledo, con posesiones en Castilla y Portugal, entre ellas el lugar de Tórtoles, donde María adquirió lo que correspondía a la herencia de sus hermanos mediante permutas (Serrano,1933:76–78). Su marido, Gonzalo Pérez de Torquemada, pertenecía a la nobleza regional asentada en la comarca de Cerrato (Álvarez Borge, 1996: 203; Estepa, 2003: I, 372–373). Entre sus posesiones familiares estaba el monasterio de San Millán de Frandovínez, del que era abadesa Urraca Pérez, hermana de Gonzalo. Esta última fue la primera abadesa de Tórtoles, después de trasladarse allí con la comunidad que regía, y de donar San Millán a Tórtoles. Un tercer hermano, García Pérez de Torquemada, fue un destacado miembro de la corte de Alfonso VIII; entre sus hijos, Alfonso García siguió la carrera eclesiástica y llegó a ser arcediano, mientras Sancha García profesó en Tórtoles, donde figura como monja en 1208, ←22 | 23→priora en 1221 y abadesa entre 1233 y 1257 (Serrano, 1933: 135–140; Lizoaín, 1985: 248–249; Abajo, 1986: 335).

Dos grandes familias de la nobleza castellana, los Castro y los Lara, fundaron sendos monasterios femeninos. Gutierre Fernández de Castro y su mujer Toda Díaz dotaron San Salvador de El Moral en 1139, y lo liberaron de toda sujeción a su familia. Por su parte, San Salvador de Palacios de Benaver era propiedad de los Lara. En 1231 estaba en manos de la condesa Mayor, viuda del conde Fernando Núñez de Lara, y de sus hijos Álvaro, Sancha y Teresa Fernández. En 1243, las dos hijas entregaron el monasterio al obispo de Burgos por el alma de sus padres y de su hermano Álvaro (Álvarez Borge, 1996: 201–203).

El origen de la familia fundadora de Santa Cruz de Valcárcel es más discutido. La documentación de Santa María de Aguilar aclara que su fundadora, doña Elo, era hija de Pedro Fernández la Podestad,9 quien probablemente estaba emparentado con los Lara y los descendientes del conde Pedro Ansúrez. Su familia fue una importante benefactora de los prioratos cluniacenses de San Román de Entrepeñas y San Zoilo de Carrión, donde se conserva el sepulcro de un sobrino de Elo, Álvaro Fernández Podestad (Ara, 1992: 26, 44; Barón, 2005; Reglero, 2008: 284–288).10 Doña Elo no se limitó a fundar y dotar el monasterio, sino que, de alguna manera, lo presidió y gobernó durante su vida, aunque nunca fuese calificada de abadesa. Actuaba probablemente como “señora” del convento, al igual que su madre lo hacía en el cántabro de Castañeda, mientras que la comunidad estaría regida por una priora.11 Muerta Elo, entre 1240 y 1275 el monasterio estuvo gobernado por la abadesa doña Sancha Gutiérrez, cuya familia se desconoce.

No se sabe quién fundó San Cebrián de Renuncio. En sus primeros años estuvo vinculado a una familia de caballeros de Castilla, la de Ordoño Pérez. La primera abadesa conocida es Urraca García, nieta de Ordoño Pérez I, en 1194. Mayor Ordóñez, biznieta de este caballero, dejó en su testamento un importante legado de doscientos maravedís a Renuncio; en 1243, Mayor mandó ←23 | 24→sepultarse en las Huelgas de Burgos, lo que puede ser un indicio de la vinculación cisterciense de Renuncio (Álvarez Borge, 2009: 635, 644).

Los orígenes de San Pedro de las Dueñas están estrechamente ligados a la familia Alfonso. La deovota Urraca Alfonso figura como destinataria de la carta de fundación en 1080 (Domínguez Sánchez, 2001: 420–422). Más tarde, sucesivas generaciones de la familia realizaron donaciones a San Pedro: Velasquita, sobrina de Urraca Alfonso, titulándose Christi ancilla, le donó una heredad en 1094 (Domínguez Sánchez, 2001: 422–423); una sobrina nieta, María Alfonso, sus bienes muebles en 1096 (Herrero, 1988: 322–323); y los hijos de otro sobrino nieto, Nuño Núñez, diversas heredades en 1100 (Herrero, 1988: 407–408). En 1095 fue un sobrino de Velasquita quien ofreció a su hija Teresa como oblata al monasterio con ciertas heredades (Herrero, 1988: 280–282); Romualdo Escalona y Julia Montenegro consideraron que se trataba de la misma Teresa que fue priora en 1121 y abadesa entre 1124 y 1137 (Montenegro, 1993: 112; Domínguez Sánchez, 2001: 426–438). Lo que sí es seguro es que entre 1101 y 1107 fue abadesa Urraca Fernández, sobrina biznieta de Urraca Alfonso (Herrero, 1988: 420–421, 533–534; Domínguez Sánchez, 2001: 423–425).12

La estrecha relación entre San Pedro y Sahagún favoreció que en el primero profesasen las mujeres e hijas de la nobleza leonesa, mientras que los hombres lo hacían en Sahagún. Un caso ejemplar es el de Ordoño Sarracíniz y su mujer Fronilde Ovéquiz, quienes en 1103 donaron su parte del monasterio de Villacete a Sahagún con motivo de la profesión allí de Ordoño y de la de Fronilde en San Pedro (Herrero, 1988: 443–445). Fronilde se acabó arrepintiendo y logró que el abad Diego de Sahagún le diese licencia para abandonar el monasterio, antes de 1110. La noticia se conoce por el pleito surgido en 1115, cuando Urraca se apoderó de los bienes que ella y su marido habían donado a Sahagún (Fernández Flórez, 1991: 40–43).

El priorato de Santa María de Vega fue donado en 1125 a Fontevraud por la reina Urraca y el conde Rodrigo González de Lara, viudo de la infanta Sancha, hija de Alfonso VI (Domínguez Sánchez, 2001: 146–148). La relación del monasterio con la familia real resurgió en tiempos de la priora Mafalda, 1172–1176, a quien Fernando II califica como su tía materna, matertera (Domínguez Sánchez, 2001: 191–192). El monasterio recibió también donaciones de algunos destacados nobles, entre ellos dos hijos del conde Froila Díaz, el conde Ramiro Fróilaz y la condesa María Fróilaz, quienes, en compañía de sus respectivos cónyuges, Elo Álvarez y Pedro Alfonso, y de la condesa Sancha Ponce y su ←24 | 25→marido Vela Gutiérrez, le dieron un solar en León en 1156 (Domínguez Sánchez, 2001: 173–175).13

Esta condesa Sancha, hija del conde Ponce de Cabrera, protagonizó un fallido intento de fundar un monasterio benedictino femenino en San Esteban de Nogales. En 1150, junto con su marido Vela, donó a doña Aldara Pérez la heredad de Nogales para que sus compañeras sirviesen allí a Dios bajo la regla de san Benito. Cavero considera que Aldara Pérez era la abadesa del monasterio gallego de San Miguel de Bóveda (Cavero, 2001: 9), sin embargo, Pérez Rodríguez lo pone en duda (Pérez Rodríguez, 2019: II, 1077–1078). En cualquier caso, en 1163, tras el fallecimiento de su marido, Sancha optó por entregar Nogales al abad de Moreruela, para que allí fundase un monasterio cisterciense masculino (Cavero, 2001: 32–33, 36–38; Calderón, 2008).

Los hijos de Sancha Ponce volvieron a intentar fundar un monasterio femenino en 1181, en Gema, en este caso sujeto a Fontevraud, pero bajo el dominio vitalicio de su hermana María Vela. La fundación fracasó y en 1204 la heredad terminó en manos de la catedral de Zamora (Sánchez Herrero, 1995: 724. Martín Rodríguez 1982: 33–34, 55–56). No obstante, en 1190 María realizó una donación a Moreruela “cum omni conventu meo” (Alfonso Antón, 1986: 330–331). Ello puede interpretarse en el sentido de que estaba al frente de un monasterio, no necesariamente como abadesa, sino como señora. De hecho, en 1193, María Vela figura como “dominante monasterio Vege”, sin que conste una priora, pero sí un prior (Domínguez Sánchez, 2001: 207). Tampoco hay que descartar que empezase a edificar su monasterio e iglesia de Gema, pues un acuerdo entre la catedral de Zamora y el monasterio de San Paio de Antealtares en 1204 se refiere a un altar que María había construido en sus casas de Gema.14

La relación de María Vela y Gema puede compararse con la de Mayor Díaz y Santa María de Valle. En 1172 la abadesa Mayor recibía del abad Gutierre de Sahagún la iglesia de Santa María de Valle con sus pertenencias, para que construyese allí casas y claustro, en agradecimiento a una donación. Si Mayor quería abandonar Santa María, debería dejársela al monasterio de San Pedro de las Dueñas, salvo los bienes muebles que permanecerían en la iglesia de Santa María; Mayor se trasladaría a Sahagún, no a San Pedro. Esta abadesa doña Mayor es probablemente Mayor Díez, hermana de Bosón de Carrión,15 que en 1165 había realizado una donación a San Salvador de Nogal como abadesa sin ←25 | 26→expresar su monasterio (Fernández Flórez, 1991: 310, 338–340). Tradicionalmente se la consideraba abadesa de San Pedro de las Dueñas, pero entre 1156 y 1175 lo era doña María Pérez. Sí que hubo una abadesa llamada Mayor Díaz en San Pedro, pero en los años 1191–1200 (Domínguez Sánchez, 2001: 440–455).

La fuerte tradición de los monasterios propios que se manifiesta en los derechos de patronato, como se ve en la fundación de Gema o en Santa María de Valle, explica que algunos fundadores colocasen su monasterio bajo el patronato regio, como contrapeso de las apetencias familiares. Fue el caso de Santa Cruz de Valcárcel. Doña Elo lo eximió y liberó de los derechos de su parentela y de cualquier hombre secular, salvo del rey, a quien en 1192 encomendó que lo defendiese con justicia, como correspondía a los reyes. Además, doña Elo consiguió en 1219 una carta de confirmación de la fundación y de sus heredades por Fernando III, que incluía la protección regia, privilegio que fue ratificado por Alfonso X en 1255. Todo ello llevó a Fernando IV en 1305 a afirmar que había sido edificado por sus antepasados, quienes siempre lo mantuvieron en sus franquezas y libertades, por lo que lo recibía bajo su guarda y encomienda (Serrano, 1905: 122–123, 126–127, 242–243, 250–251). Por su parte, Gonzalo Pérez de Torquemada y su mujer María Armíldez lograron en 1199 que Alfonso VIII recibiese bajo su protección y defensa el monasterio de Tórtoles, a la vez que confirmaba todas sus libertades y exenciones (Serrano, 1933: 118–119); entre 1202 y 1207 el monarca le concedió otras heredades (Serrano, 1933: 130–135). Lo mismo hicieron Álvaro Tosantos y su mujer cuando dotaron Santa María de Ausín en 1194 (Serrano, 1935: II, 300–302). Finalmente, San Pedro de las Dueñas se encontraba bajo el patronato real, al igual que su casa madre de Sahagún, por lo que ambos recurrieron al rey en la disputa que les enfrentó en 1210 (Domínguez Sánchez, 2001: 458).

3Monasterios, obispos y canónigos

Entre los documentos conservados en el archivo de la catedral de Burgos se encuentran varios juramentos de sujeción, reverencia y obediencia, que distintas abadesas de la diócesis prestaron al obispo con motivo de su bendición y consagración. Es el caso de las benedictinas de San Salvador del Moral en 1292, Santa María de Tórtoles en 1292 y 1340, Santa Cruz de Valcárcel en 1300–1303 o Palacios de Benaver en 1307, así como de las cistercienses de San Cebrián de Renuncio en 1316 o Santa María de Villamayor en 1324. Hay que destacar que Palacios de Benaver había sido donado al obispo Juan de Burgos en 1243, por lo que le estaba especialmente sujeto (Serrano, 1941: 36–37). Se conserva un ←26 | 27→juramento similar al obispo de León por parte de la abadesa de Carbajal, María Rodríguez, datado en 1275 (Ruiz Asencio y Martín Fuertes, 1994: 116).

El juramento de la abadesa de San Salvador del Moral precisaba que la obediencia era según mandaba la regla de san Benito y “salvo ordine meo”, una expresión ambigua que lo limitaba (Serrano, 1906: 133). Este monasterio había pertenecido a la sede episcopal hasta 1139, cuando fue cedido a don Gutierre Fernández y su mujer Toda Díaz, con la condición de que su abadesa respetase siempre la obediencia a la iglesia de Burgos, la jurisdicción episcopal y pagase los derechos debidos (Serrano, 1906: 41–51). En 1247, Inocencio IV recibió el monasterio bajo la protección apostólica, y concedió algunas libertades que limitaban el poder episcopal: prohibía nuevas exacciones del obispo, sus arcedianos y arciprestes, facultaba a celebrar a puerta cerrada en caso de interdicto, permitía retener los diezmos novales y los recuperados de manos de laicos; con todo, respetaba la jurisdicción episcopal dentro de sus límites canónicos (Serrano, 1906: 101–104).

El monasterio de Tórtoles también consiguió la protección pontificia para sus personas y bienes en 1199 (Serrano, 1933: 121–122).16 Si bien, cuando Gonzalo García de Torquemada y su mujer fundaron una capellanía en el monasterio, fue el obispo de Burgos el garante de hacer cumplir este acuerdo a los fundadores y sus descendientes, quienes, por su parte, podrían resarcirse directamente en las heredades de las monjas, si estas no hacían cantar la misa diaria a que se obligaban (Serrano, 1933: 139–140).

El obispo de León tenía en su diócesis tres monasterios de benedictinas: San Pedro de las Dueñas, Vega y Carbajal. Apenas se conoce cuál fue la relación con los dos primeros. No se sabe cómo repercutieron en el primero las tensiones entre el obispo y el abad de Sahagún (Álvarez Palenzuela, 2004; Reglero, 2004). Con respecto a Vega, solo se conoce una intervención del obispo de León en 1275, a instancias del papa Gregorio X, en defensa de los bienes del monasterio contra quienes los ocupaban indebidamente (Domínguez Sánchez, 2001: 270–273). Una imagen muy diferente ofrece Carbajal.

El traslado de las monjas de San Pelayo de León a Carbajal se realizó mediante un acuerdo entre la infanta doña Sancha y el obispo de León, que implicaba a ←27 | 28→Alfonso VII y a los canónigos de San Isidoro, entonces residentes en Carbajal. En 1148, la infanta y su hermano donaron al obispo las tercias de las iglesias y lugares del Infantado, recibiendo en roboración el monasterio de Carbajal con sus posesiones, entre ellas los monasterios de San Tirso y Santiago de Cellerolo. A continuación, se acordó con el obispo el traslado de las monjas a Carbajal y de los canónigos a León. Desgraciadamente no se conserva el documento que correspondió a las monjas, solo el de los canónigos, por lo que se ignoran las condiciones puestas por el obispo en el terreno eclesiástico (Martín López, 1995: 69–73).

Las relaciones entre Carbajal y la catedral fueron muy buenas. El control ejercido por el obispo se expresa con claridad en 1174, en una carta de permuta ligada a la dote de la monja Sancha Martínez. Esta recibía una heredad cuyas rentas se dividirían entre la propia Sancha, para su vestuario, y el monasterio. Si la abadesa no quería cumplir este pacto, Sancha podría querellarse ante el obispo, sus arcedianos, el abad de San Isidoro de León u otros hombres buenos (Domínguez Sánchez, 2000: 96–97).

A lo largo de los siglos XII y XIII profesaron en Carbajal parientes y “criadas” ‒alumpnae, un término muy ambiguo‒ de los clérigos de la catedral de León, quienes las dotaron al efecto. El ejemplo más antiguo se remonta a 1181, cuando el arcediano Pedro mandó al monasterio en su testamento una viña y ropa de cama para que recibiesen a su criada María Sánchez (Fernández Catón, 1990: 512–514). Por su parte, el chantre Juan Nicolás y su hermano, el canónigo Pedro Lambert, tenían en Carbajal una hermana monja en los años 1209–1229 (Fernández Catón, 1991: 481–484; Domínguez Sánchez, 2000: 167–169). También profesó allí doña Mayor Pérez, hermana del cardenal Pelayo Albanense, antiguo canónigo de León, quien llegó a ser abadesa entre 1229 y 1232 (Fernández Catón, 1991: 494–497). En 1232, el obispo Rodrigo Álvarez dotó a su criada Urraca Suárez (Domínguez Sánchez, 2000: 203–204) y en 1250 el canónigo Isidro Pérez a la suya, María Pérez, con una heredad y cierta cantidad de pan y dinero que le debía la abadesa (Ruiz Asencio, 1993: 170–171); en 1245, otra monja, María Fernández, era hermana de un arcediano de Oviedo (Domínguez Sánchez, 2000: 250–252).

Carbajal contaba con un priorato en Salamanca, edificado al sur del río, en una serna donada por Alfonso IX en 1194 (Domínguez Sánchez, 2000: 139–140). Este monasterio de Santa María de la Serna se quemó en 1248 y luego fue destruido por una crecida del Tormes (Domínguez Sánchez, 2000: 257–258, 266–267). Antes de 1257, el obispo Pedro entregó unas casas y heredades al otro lado del puente, donde se instalaron, pasando a ser conocidas como las dueñas de San Esteban de “cabo la puente” o “allende la puente” (Guadalupe et alii, ←28 | 29→2010: 386–387, 549). Al igual que sucede en Carbajal, estas monjas fueron beneficiarias de algunas mandas testamentarias del clero catedralicio salmantino (González García, 1988: 111; Guadalupe et alii, 2010: 560, 566, 623). En cualquier caso, la relación no parece que fuese tan estrecha como entre la catedral de León y Carbajal.

Finalmente, la fundación y extinción del monasterio soriano de Tardesillas estuvo estrechamente ligada a los obispos de Osma. Alfonso VIII atribuye al prelado Diego de Aceves su creación, aunque la dotación corriese a cargo de una familia de caballeros sorianos en 1203, mientras que su final fue certificado e impulsado por el obispo Agustín en 1286, no sin conflictos con la familia fundadora (Zamora, 1951; Casa y Rubio, 1994).

4La comunidad monástica

No se han conservado costumbres ni estatutos de ninguno de los monasterios femeninos estudiados, por lo que nuestro conocimiento de su organización y vida cotidiana es muy defectuoso. Algunas comunidades llegaron a alcanzar un número relativamente elevado de monjas, como Carbajal a mediados del siglo XII: un documento de 1163 recoge la suscripción de la abadesa y veintiuna monjas nominalmente, más los signos de otras diez, lo que supondría que la comunidad superaba la treintena (Fernández Catón, 1990: 341–343). Desgraciadamente no hay nada comparable con posterioridad ni en otro cenobio. Una concordia entre el abad de Sahagún y el convento de San Pedro de las Dueñas, en 1210, exigía el consentimiento de ambas partes para recibir nuevas monjas y limitaba el número de las recibidas a las que pudiesen mantenerse honestamente con las rentas del monasterio, lo que indica que no había problemas de reclutamiento (Domínguez Sánchez, 2001: 458). Con todo, otros conventos, como los de Benaver o Santa María de Ausín, serían mucho más reducidos.

Entre estas monjas figuran tanto niñas como adultas. La práctica de la oblación de niños era todavía habitual en el siglo XII (Orlandis, 1961). Se conoce gracias a los documentos de donación de propiedades que acompañaban tal entrega; a fin de cuentas, la oblación suponía una doble donación, de la hija y de la heredad. La noticia más antigua procede de San Pedro de las Dueñas en 1095, cuando un matrimonio de la familia Alfonso ofreció a su hija Teresa (Herrero, 1988: 280–282). El monasterio de Vega conserva una de estas cartas, de 1176 (Domínguez Sánchez, 2001: 200–201), y el de Carbajal tres, de los años 1178–1201. El propósito de la oblación se expresa abiertamente en 1194: la instrucción de la hija como monja en la regla de san Benito y los escritos de los Santos ←29 | 30→Padres, bajo el hábito monacal (Domínguez Sánchez, 2000: 137–139).17 En dos casos, los padres, además de ofrecer a su hija, profesaron como laicos ‒“facimus laicalem et secularem professionem”‒, lo que se concretaba en el compromiso de enterrarse en el monasterio y entregar a su muerte una heredad, o bien se convirtieron en familiares y defensores del monasterio; así pasaban a formar parte de la comunidad, pero sin por ello ingresar físicamente en el monasterio (Domínguez Sánchez, 2000: 106–107, 137–139, 148–149).

Hubo una larga discusión entre los eclesiásticos y teólogos sobre la revocabilidad de la oblación, en concreto, sobre si el niño ofrecido debía confirmar su deseo de profesar una vez llegado a la madurez. Finalmente, las Decretales de Gregorio IX impusieron como condición para ser monje la profesión voluntaria en edad adulta, lo que privaba de valor jurídico a la oblación (Orlandis, 1961: 214–215). Si en Carbajal todavía hay menciones a estas niñas o infantas en 1229 y 1232 (Domínguez Sánchez, 2000: 200–201, 205–206), en San Pedro de las Dueñas terminan en 1210 (Domínguez Sánchez, 2001: 446, 460).

La mayor parte de las noticias sobre mujeres que ingresan en el monasterio se refieren ya a adultas, varias de ellas viudas. Se trata de donaciones que adoptan la forma clásica de la traditio, la autoentrega de la donante con su cuerpo y heredades (Orlandis, 1954). Ello resulta confuso, pues puede significar tanto una donación con el fin de enterrarse en el monasterio, como el ingreso en el mismo. En algunos casos, la duda se resuelve al expresarse el acto de profesión con claridad o si la donante reaparece más tarde entre las monjas del convento. Acenda Rodríguez se entregó, en 1158, al monasterio de Carbajal junto con todas sus heredades, tanto las que le habían correspondido en el reparto de la herencia con sus hermanas, como las recibidas en arras de su marido. Doña Acenda confirmó cartas del monasterio entre los años 1163 y 1185, y era cillerera en 1171 (Fernández Catón, 1990: 341–343; Domínguez Sánchez, 2000: 90–92, 122–123). Más complejo es el caso de Mayor Isidori. En 1173 se entregaba a la abadesa y convento de Carbajal, prometiendo no abandonarlas en vida ni sepultarse en otro lugar; sin embargo, en 1180 otorgaba otro documento en que, reafirmando su intención de sepultarse en el monasterio, precisaba que no había profesado, sino que se comprometía a hacerlo en caso de que quisiese tomar orden. En 1185 su hijo confirmaba las donaciones realizadas con motivo de la sepultura de su madre, reconociendo que se había sujetado a la regla de san Benito (Domínguez Sánchez, 2000: 94, 116, 126). La toma de hábito ‒“ueniens ad accipiendam ←30 | 31→conuersionem sancte religionis, et ad habitum sanctarum monialium”‒ era además una forma de poner fin a los sucesivos matrimonios: así, Oro Cídez profesó en Santa María de Vega tras enviudar dos veces (Domínguez Sánchez, 2001: 208–209).

El origen social y familiar de estas mujeres rara vez se conoce. Desde luego destacan las que proceden de la aristocracia condal o ricahombría, pero fueron pocas, al menos después de la etapa fundacional. En San Pedro de las Dueñas aparecen dos mujeres de la familia Girón. La Segunda Crónica Anónima de Sahagún cuenta que en tiempos del abad Juan, es decir, entre 1183 y 1194, fue abadesa Marina Rodríguez, hija de Rodrigo Girón (Ubieto, 1987: 134). Ningún documento se refiere a Marina como abadesa, aunque se ignora quien ocupó el puesto entre 1175 y 1191. Sí que figura una Marina Rodríguez como monja entre las infantas hacia 1167, junto con Mayor Bueso (Domínguez Sánchez, 2001: 446). No creo que esta última sea Mayor Díaz, hija de Diego Muñoz de Carrión y hermana de don Bueso (González González, 1960: I, 354), abadesa en 1165 (Fernández Flórez, 1991: 310), pues ello es difícilmente conciliable con su condición de infanta; es más probable que fuese una hija del referido don Bueso. Por otra parte, en el monasterio de Vega, la primera priora, entre 1125 y 1137, fue la condesa doña Agnes o Inés, que puede identificarse con la homónima condesa de Aix-en-Berri que se retiró Fontevraud tras anularse su matrimonio (Dalarun, 1984: 1143; Dalarun, 2006: 68, 134, 137, 143–149, 162).

Se puede situar el origen social de otras monjas entre los grupos de caballeros y las élites locales en general, aunque se sepa poco de tales familias. Así, doña Melisenda Ruiz, abadesa de San Salvador del Moral entre 1248 y 1270 (Serrano, 1906: 104–114), era hija de Ruy González de Valverde, un caballero de Campos (Estepa, 2003: II, 33); su hermana, doña Teresa Ruiz, era también monja en San Salvador, y otra hermana, doña Marina, abadesa del monasterio cisterciense de Santa María de Torquemada, en la misma comarca de Cerrato (Serrano, 1933: 137–139). Por su parte, el caballero Pedro Velasco, antes de partir en 1212 para la campaña de las Navas de Tolosa, pactó con Santa María de Vega que recibiesen a su mujer como monja si él no regresaba, además arregló la dote de una de sus hijas, que ya estaba en el monasterio y quería hacerse monja (Domínguez Sánchez, 2001: 217–218).

En Carbajal, doña Mayor Pérez fue abadesa en los años 1171–1185 (Domínguez Sánchez, 2000: 91–125). Su hermana, Estefanía Pérez, fue también abadesa de este monasterio en 1193, y tres sobrinas suyas, monjas: Auro Peláez, Estefanía Rodríguez y Marina Rodríguez (Domínguez Sánchez, 2000: 134–136). Estefanía Rodríguez era portera en 1213 y 1229, mientras que su hermana Marina era capellana de la abadesa en 1203 y priora en 1215. Una compra realizada ←31 | 32→por Estefanía en 1183 la identifica como sobrina de Rodrigo Xáiniz (Domínguez Sánchez, 2000: 118–119), probablemente un hermano de Pedro Xáiniz, apelado Petrus Fratri (Martín López, 1995: 77). Ambos estaban heredados en Puente Castro y León, pero sin ocupar un puesto especialmente relevante en la comarca.

Entre la veintena de monjas de Carbajal que confirman un documento de 1163 figura Mayor Carnera (Fernández Catón, 1990: 341–343). Ella y su hermana Estefanía compraron una heredad en Puente de Castro en 1175 (Domínguez Sánchez, 2000: 97–98). Mayor comparte su apellido, Carnero, con Pedro Godesteiz Carnero, arcediano de León entre 1143 y 1181 (Navarro, 2019: 464). Ello la situaría dentro de ese grupo de monjas relacionadas con los obispos y canónigos de León, al que antes se ha hecho referencia. Por otra parte, la priora segunda en 1163 se llamaba Sancha Martínez. Es posible que se trate de la misma monja que en 1185 se beneficiaba de una donación de su hermana Elo Martínez, mujer de Pedro Pérez. Las heredades donadas estaban destinadas al refectorio, pero Sancha administraría estas heredades durante su vida, por mano de la abadesa. Previamente Sancha había cambiado con sus tíos, Suero Rodríguez y María Pérez, unas heredades, cuyas rentas debían sufragar su vestimenta. Suero había recibido de Fernando II la heredad que permutaba, por lo que debe situarse entre los fieles del monarca (Domínguez Sánchez, 2000: 91–92, 96–97).

Un caso interesante es el de doña Aldonza Pérez, cantora en 1232 y camarera en 1247, a quien las abadesas Aldonza Fróilaz, en 1213, y Sancha García, en 1245, denominan su criada o clientula. En 1213 las hermanas Sancha y Marina Rodríguez donaban, para después de su muerte, unas heredades al monasterio con la condición de que una de ellas la tuviera Aldonza Pérez durante sus días, y luego pasase a Carbajal (Domínguez Sánchez, 2000: 173–175). En 1244 Sancha Rodríguez Corneja y Aldonza Pérez, ambas monjas de Carbajal, realizaban seis compras de heredades conjuntamente, por una cantidad total de 44,5 maravedís de oro. Sancha donó tales heredades al monasterio, y la abadesa se las entregó de por vida a doña Aldonza Pérez, nuestra criada, con la condición de que a su muerte se destinasen a sufragar la iluminación de una lámpara y el aniversario de Sancha y su hermana, la referida Marina (Domínguez Sánchez, 2000: 240–248, 252–253). Todo ello sugiere una relación de parentesco o servicio entre Sancha, Marina y Aldonza.

Por su parte, las hermanas Aldonza y Berenguela Pérez, monjas en Vega, eran hijas de dos vecinos de León, don Justicia y doña Bellida. A mediados del siglo XIII el matrimonio adquirió varias heredades en los pueblos cercanos a la ciudad, en parte con préstamos del monasterio de Vega. Finalmente entregaron ←32 | 33→estos bienes y sus casas en León como pago de la deuda y para dotar un aniversario, pero también como dote de sus hijas (Domínguez Sánchez, 2000: 245–246, 250–252, 254–257, 263–264, 273–275). Así pues, las monjas de Vega no eran solo las hijas de los nobles y caballeros, sino también de los vecinos hacendados de León y su entorno, fuesen o no nobles.

El monasterio de Santa María de Vega era priorato de Fontevraud, lo que explica una de sus especificidades, la elevada onomástica franca entre sus prioras y priores. Entre las prioras se conoce a Emma (1150–1151, 1156), Giralda (1154), Helisabet (1159), Mafalda (1172–1176), Berta o Alberta (1178–1180), Armanda (1217), Margarita (1222) y Fenión (1254–1257), y entre los priores a Alberto (1148), Nicolás (1150), Isimbardo (1151), Benedicto (1154), Elías (1159), Roberto (1165), Bernardo (1207), Geraldo (1226–1239), Renulfo (1252), Guillén (1253, 1268) o Bernardo (1276–1277). Al igual que sucedía en los prioratos hispanos de Cluny, el envío de priores francos era una de las formas de controlar estos monasterios tan lejanos de la abadía (Reglero, 2008: 496–507). No obstante, ello no impidió que hubiese prioras y priores de clara onomástica hispana como Urraca (1148), Elvira Peláez (1165–1168) o Pedro de Tejar (1176), que se hicieron más frecuentes a lo largo del siglo XIII, en especial las prioras.

5Problemas de organización y gestión

5.1Abadesas, prioras y priores

La regla de san Benito establecía que cada monasterio estuviese regido por un abad, apoyado en las cuestiones económicas por un cillerero, mientras que se limitaban considerablemente las funciones del prepósito para que no hiciese sombra al abad. Sin embargo, la tradición benedictina acabó sujetando unos monasterios a otros, primando la dependencia económica sobre la autonomía espiritual de cada comunidad. Así surgieron los prioratos, ya porque un monasterio donado a otro mantuviese la vida monástica, ya porque una abadía fundase un monasterio en una de sus propiedades (Reglero, 2019).

La mayor parte de los monasterios femeninos benedictinos aquí estudiados estuvieron regidos por una abadesa, pero hubo excepciones. La más conocida fue Santa María de Vega que, tras su donación a la abadía francesa de Fontevraud, pasó a estar gobernado por una priora y un prior, cuyo nombramiento correspondería a la abadesa de la casa madre. Por su parte, el monasterio de Santa María de la Serna o San Esteban de la Puente de Salamanca nació como un priorato del monasterio de Carbajal, probablemente en tiempos de Alfonso IX, después de 1194 (Domínguez Sánchez, 2000: 139–142, 144–145, 257–258).

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Un caso diferente fue San Pedro de las Dueñas, estrechamente ligado a Sahagún. Durante todo el siglo XII y las dos primeras décadas del XIII estuvo regido por abadesas, aunque también había un prior, designado por el abad de Sahagún. Las tensiones entre las monjas y el abad estallaron a inicios del siglo XIII, hasta el punto que el monarca tuvo que nombrar jueces que resolviesen las diferencias. En 1210, dos expertos juristas del cabildo de Palencia, el arcediano Jordán y el maestro Fornelino, fallaron cómo debía ser elegida la abadesa. La elección recaería en el abad, pero este debía instituir a quien designase la parte “mayor y más sana” del convento de monjas, pudiendo decidir en caso de que el convento se dividiese por mitad, lo que, en la práctica, le otorgaba un notable poder. La nueva abadesa debía jurar obediencia al abad con las manos, es decir, poniendo sus manos entre las del abad (Domínguez Sánchez, 2001: 458). No obstante, a partir de 1219 las abadesas desaparecen de la documentación. Por la Segunda Crónica Anónima de Sahagún se sabe que el abad había dejado de nombrarlas, de modo que el convento era regido por una priora. Las monjas reclamaron este y otros puntos ante Fernando III y Alfonso X, quienes ratificaron la sentencia anterior, lo que no impidió que el monasterio siguiese regido por prioras. Tan solo hay algunas referencias, poco claras, a la abadesa en los años 1249–1254, durante el referido conflicto (Ubieto, 1987: 150–151; Reglero, 2018b: 82–83).

La existencia de un prior en San Pedro de las Dueñas se documenta desde 1121 (Domínguez Sánchez, 2001: 426). Se trataba de un monje de Sahagún que se encargaba del monasterio femenino. Su papel era especialmente destacado en asuntos relacionados con la gestión económica y el ejercicio del señorío, como queda de manifiesto en las sucesivas versiones del fuero otorgado a los pobladores del lugar homónimo a lo largo del siglo XII (Domínguez Sánchez, 2001: 433–435, 437–438, 444–446, 450–452). No obstante, la abadesa conservó su posición superior en la jerarquía monástica, aunque, desde el último cuarto del siglo XII, se colocó al prior por delante de la priora (Domínguez Sánchez, 2001: 447). La sentencia de 1210 reguló algunas de las funciones y obligaciones del prior. El abad era el encargado de instituir al prior, pero se le mandaba destituirlo y nombrar otro idóneo si la abadesa y convento se lo pedían por no desempeñar bien su oficio. El nombramiento de los administradores de las “casas” del monasterio correspondía a la abadesa conjuntamente con el prior, salvo en cinco casas destinadas al vestuario de las monjas, donde sería nombrado por el convento. Se establecían las rentas que recibía y administraba el prior y cómo debía gastarlas. Debía rendir cuentas a la abadesa y convento de lo que ingresaba y gastaba, en este último caso cada tres meses. No podía enajenar las heredades sin licencia del abad, la abadesa y el convento. En cualquier ←34 | 35→caso, si el prior vulneraba lo aquí dispuesto, quien debía castigarlo era el abad, no la abadesa (Domínguez Sánchez, 2001: 458–459). La sentencia no impidió que el prior fuese ganando autoridad y, desde 1239, al desaparecer la abadesa, se le nombrase en primer lugar, antes que a la priora (Domínguez Sánchez, 2001: 467).

La dualidad entre priora y prior se repite en Santa María de Vega desde 1148, tras la desaparición de la condesa Inés. Hasta 1227 la priora siempre figura por delante del prior en los documentos del monasterio. Desde entonces las posiciones se invierten con frecuencia (Domínguez Sánchez, 2001: 236–244), e incluso los documentos de los años 1247–1252 están otorgados solo por el prior, sin mencionar a la priora (Domínguez Sánchez, 2001: 248–250, 253–254). En la segunda mitad de siglo, tras la llegada de la priora Fenión en 1254, se recupera la prelación de las prioras (Domínguez Sánchez, 2001: 258–259).

En el resto de los monasterios la priora ocupa el segundo puesto en el escalafón dentro del monasterio, y es la oficial que figura con más frecuencia en la documentación, al margen de la abadesa. Como sucede con otros oficios, es habitual que se desdoble, de forma que se pueden encontrar hasta dos y tres prioras en el mismo monasterio (Serrano, 1906: 63). Ello hace que se distinga entre la priora mayor y la priora segunda, también llamada supriora o priora claustral.18 En San Pedro de las Dueñas la designación de la priora se realizaba por el mismo procedimiento que el de la abadesa, lo que implicaba elección por el convento con la intervención del abad. El acuerdo de 1210 también menciona algunas de sus funciones, compartidas en ambos casos con la abadesa: control disciplinario de las monjas y supervisión de la recogida de las rentas de pan en el lugar de San Pedro (Domínguez Sánchez, 2001: 458–459).

5.2Oficiales u obedienciarias y oficios

Entre las oficiales del monasterio (Coelho, 2006: 141–143; Reglero, 2008: 508–529), u obedienciales, destaca la cillerera o cilleriza, presente en los cinco monasterios mejor documentados, al igual que la priora (Carbajal, Vega, San Pedro, Moral, Valcárcel). Lo habitual es que el oficio se desdoble en dos cillereras, una de las cuales es la “mayor”. En los monasterios más importantes, la gestión económica y la alimentación de las monjas hizo surgir otros oficios, dentro de la ←35 | 36→tradición benedictina. En Carbajal existía la bodeguera, mayordoma del vino o cillerera del vino, designaciones que se oponían a mayordoma del pan, cillerera del pan o alfolinera; había además una mayordoma de la cocina (Domínguez Sánchez, 2000: 92, 125, 156, 175, 182, 189. 194, 201, 206, 214, 249, 253, 256, 263). En San Pedro de las Dueñas solo aparece la bodeguera (Domínguez Sánchez, 2001: 446, 452).

El siguiente grupo de oficiales está relacionado con el culto. La principal es la sacristana, encargada del mantenimiento del ajuar y vestiduras litúrgicas. Se menciona en Moral (Serrano, 1906: 114), Vega, San Pedro (Domínguez Sánchez, 2001: 279, 452, 460) y Carbajal, desdoblada en la sacristana mayor y su auxiliar. De su importancia deja constancia la sentencia de 1210 en San Pedro, donde es una de las oficiales en cuyo nombramiento interviene el abad de Sahagún. En Moral se mencionan dos monjas como ecclesie oroscope en 1154 (Serrano, 1906: 63), denominación que sugiere que eran las encargadas de llamar al rezo de las horas, pero este oficio no aparece en ningún otro monasterio. Más frecuente es el de cantora, que dirigía la liturgia de las horas, también denominada armaria por estar encargada de los libros del monasterio. En general, en el siglo XIII se impone la denominación de cantora, pero en Vega todavía se utiliza armaria en 1252 (Domínguez Sánchez, 2001: 254). Como en los casos anteriores, se desdobla habitualmente en dos, una cantora mayor y otra menor, como sucede en Carbajal (Domínguez Sánchez, 2000: 253), Moral (Serrano, 1906: 100, 114) y San Pedro de las Dueñas (Domínguez Sánchez, 2001: 460).

El último oficio generalizado es el de portera, presente en Valcárcel (Serrano, 1905: 125–126), Moral (Serrano, 1906: 87, 114), Vega (Domínguez Sánchez, 2001: 279) y Carbajal (Domínguez Sánchez, 2000: 125, 156, 175, 182, 189, 194, 201, 211, 214, 249, 253, 256). Ello puede ser resultado de la influencia cisterciense, donde este oficio era más importante, lo que explicaría su ausencia en San Pedro de las Dueñas, más apegado a la tradición cluniacense (Valous, 1970: I, 124–185; Pérez-Embid, 1986: 234–239; Reglero, 2008: 508–529). El resto de los oficios solo se mencionan en un monasterio. Así, en San Pedro de las Dueñas había una limosnera mayor hacia 1191, dentro de su tradición cluniacense, y una maestra de las niñas, magistra infantularum, en 1210 (Domínguez Sánchez, 2001: 452, 460). En Carbajal, donde la comunidad de monjas era más amplia, aparecen la camarera, que se encargaría del vestuario (Domínguez Sánchez, 2000: 92, 125, 255) y la capellana o capellana de la abadesa (Domínguez Sánchez, 2000: 156, 189). Esta última es una denominación extraña en esta época, tal vez tuviese funciones similares a la sacristana en la capilla de la abadesa; en cualquier caso, realizaba un servicio de especial confianza, de hecho, una de ellas reaparece después como priora mayor (Domínguez Sánchez, 2000: 182).

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Las noticias sobre los oficios monásticos, al margen del nombre de quienes los desempeñan, son muy escasas. La sentencia arbitral de 1210 ofrece algunas sobre San Pedro de las Dueñas. No se mencionan ni las funciones ni las rentas de la sacristana, pero sí las cinco decanías o casas asignadas al vestuario de las monjas, cuya administración recaía en el convento. Las monjas recibían además la lana de los rebaños del monasterio (Domínguez Sánchez, 2001: 460). El acuerdo no siempre se cumplió, y un prior se apropió de las rentas de una de las decanías, que devolvió en 1267 para costear las vestimentas de las monjas, junto con unos molinos, adscritos a la enfermería o la cámara (Domínguez Sánchez, 2001: 478–479). En el monasterio de Carbajal la vestimenta de las monjas era sufragada por las heredades recibidas en su dote (Domínguez Sánchez, 2000: 150, 203–204). La cantidad gastada en este concepto era elevada, pues en 1174 se asignaron seis maravedíes de oro a la monja Sancha Martínez para su vestuario, situados sobre una heredad (Domínguez Sánchez, 2000: 96–97). No obstante, el convento sí que tenía heredades adscritas a su vestuario, al menos la abadesa Sancha García devolvió en 1247 una que hasta entonces había retenido para su “cámara” (Domínguez Sánchez, 2000: 254–255). Igualmente se documentan tales heredades en Vega (Domínguez Sánchez, 2001: 202–203, 215).

La sentencia de 1210 recoge datos sobre la alimentación. En concreto, se precisa que la leche, mantequilla y queso de los rebaños del monasterio serían para las monjas, salvo una cantidad destinada al prior. El prior debía suministrarles pescado ciertos días a la semana, que no se precisan; también estaba regulada la cantidad y calidad del pan y vino que recibían, probablemente del prior. Esta sentencia recuerda los litigios que, en estos mismos años, enfrentaron a los monjes benedictinos con sus abades en torno a la provisión de alimentos y vestiduras, y por la dotación de los oficios monásticos que las proveían (Vivancos 2018: 102–103; Lapeña, 2019: 106–109; Reglero, 2019: 225). En Carbajal no se encuentran noticias tan detalladas, tan solo alusiones a las pitanzas o comidas extraordinarias de los días en que se conmemoraba el aniversario de un difunto (Domínguez Sánchez, 2000: 135–136, 258–259).

5.3Frailes y capellanes

Entre las disposiciones de la sentencia de 1210, se prohibía a las monjas tener decanías fuera del monasterio de San Pedro de las Dueñas. Las mismas debían ser entregadas a “caseros”, nombrados por el prior, la abadesa y, en algunos casos, el convento. El prior y abadesa eran los encargados de nombrar al “mayordomo de las vacas”, al merino y al capellán de la iglesia del lugar de San Pedro (Domínguez Sánchez, 2001: 458–459). Uno de estos “caseros” debió de ←37 | 38→ser Bartolomé, calificado de “fraile” del monasterio, y a quien el prior y priora entregaron en 1254 el cillero del monasterio en Frechilla. No se trata de un arrendamiento, pues Bartolomé prometía ser “frayre fiel e verdadero”, obedecer al prior, abadesa, priora y convento; además, debía entregar todos sus bienes muebles al monasterio, aunque los usufructuaría de por vida (Domínguez Sánchez, 2001: 476–477). La condición de fraile suponía un estatus semirreligioso, sujeto a la autoridad del prior del monasterio.

Estos frailes fueron más numerosos en Vega, otro monasterio que contaba con un prior a su frente, junto con la priora. Vega pertenecía a Fontevraud, que había nacido como una orden dúplice, de monjas y frailes. Esto explica que algunas donaciones se dirijan al convento de monjas y fratres que allí servían a Dios (Domínguez Sánchez, 2001: 158–159, 180, 194–195, 215). Con todo, pasados los primeros años, estos fratres no eran propiamente monjes, sino familiares del monasterio: en 1176 un matrimonio donó sus heredades y fue recibido en la “fraternitate, sicut alii de illos fratres”, de forma que el monasterio les proveería de vestido y calzado, comida y bebida según la costumbre (Domínguez Sánchez, 2001: 198–200; Benito, 2004). Estos fratres emergen de las sombras en el siglo XIII, confirmando los documentos del monasterio, al igual que sus monjas. Entre ellos aparecen uno o varios capellanes, que servían el monasterio y la parroquia del lugar (Domínguez Sánchez, 2001: 215, 229, 278–279, 279–281). Igualmente, entre ellos se reclutaban los administradores de las casas del monasterio, en una relación que mezclaba los componentes económicos y espirituales: quienes recibían la heredad se convertían en confesos del monasterio, cuando la mujer enviudaba podía entrar como monja, entregando cierta limosna (Domínguez Sánchez, 2001: 229, 231–232, 236–237). Así, el grupo de familiares reunía tanto a clérigos como a laicos, hombres y mujeres.

En Carbajal también aparecen capellanes vinculados al monasterio a lo largo del siglo XIII. Su número se fue incrementando, y en 1255 eran tres los que confirmaban un documento, después de las monjas y antes que el merino del lugar (Domínguez Sánchez, 2000: 262–263). Ello respondía a una cierta especialización, dado que uno era el capellán de la parroquia del lugar de Carbajal. Otro confirmó un documento de 1261 como “capellán de la abadesa”; en el mismo figura un grupo de ocho “criados de la abadesa”, entre los que se incluyen el referido capellán, un “clérigo de la abadesa”, un “mayordomo de la abadesa” y un sastre (Domínguez Sánchez, 2000: 269–270). Estos criados desempeñarían las funciones administrativas del monasterio, liderados por el mayordomo, quien se documenta desde 1237 (Domínguez Sánchez, 2000: 208–209, 214). Los que no aparecen en Carbajal son los fratres o freires, otra muestra la diversidad de estos monasterios benedictinos.

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5.4La gestión de heredades por las monjas

Un problema interesante, que rebasa el campo administrativo, es si las monjas podían gestionar heredades fuera del monasterio. Ya se ha indicado como ello se prohibió expresamente en San Pedro de las Dueñas en 1210, lo que indica que las monjas lo habían puesto en práctica o pretendían hacerlo. En Carbajal sí que lo consiguieron. En 1246 se menciona a una monja como obediencial en Grisuela del Páramo, uno de los lugares del monasterio, y, a continuación, un “tenente comendador” (Domínguez Sánchez, 2000: 254–255). Ello puede interpretarse en el sentido de que la monja gestionaba las rentas del lugar, pero delegando la administración y explotación cotidiana del mismo en el referido comendador, equiparable a un mayordomo local.

Otras monjas conservaron durante sus vidas la gestión de su dote o herencia. Cuando Elo Martínez donó heredades en seis lugares a Carbajal en 1185, puso como condición disfrutarlas durante su vida; a su muerte, las tendría vitaliciamente la monja Sancha Martínez, hermana de Elo, de manos de la abadesa; finalmente, se destinarían a la comida de las monjas ‒“ad seruicium refectorii”‒ (Domínguez Sánchez, 2000: 122–123). Por su parte, la abadesa Estefanía Pérez donó en 1193 al monasterio una serie de heredades que había adquirido diez años antes, reservando su tenencia a tres sobrinas suyas, monjas del monasterio, con el encargo de pagar sendos aniversarios por ella y su hermana (Domínguez Sánchez, 2000: 118–119, 135–136). En general, el documento de dote no suele especificar que la monja retuviese tales heredades en su vida, sin embargo, el caso de Teresa Martínez en 1201 muestra que así era. Se conserva, por una parte, la carta de donación que sus padres y hermanos dieron al monasterio, y, por otra, una segunda carta, del mes siguiente, en que la abadesa entregó a Teresa ciertas heredades del monasterio por su vida para sufragar su vestuario, con el compromiso de que, si las mismas no bastasen, se lo completaría con parte de lo donado por su familia (Domínguez Sánchez, 2000: 148–150). Sin agotar los ejemplos, destaca que la monja Teresa Rodríguez permutase bienes con sus hermanos sin el consentimiento expreso de la abadesa (Domínguez Sánchez, 2000: 107, 156–158, 165–166).

La gestión de sus herencias por las monjas de Carbajal no era una excepción en la época. En 1270 Alfonso X concedió a las cistercienses de las Huelgas de Burgos el derecho de heredar y retener sus bienes durante su vida, pudiendo disponer de ellos a su voluntad, con licencia de la abadesa, indicando que así era la costumbre en el reino (Lizoaín, 1987: 49–51). Ello también se documenta en otros monasterios cistercienses (Baury, 2012: 69–72).

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6Conclusiones

El monacato benedictino femenino en el valle del Duero no alcanzó el relieve del cisterciense. No obstante, hubo monasterios importantes, en especial en el entorno de León ‒Carbajal, San Pedro de las Dueñas, Vega‒ y, en mucha menor medida, de Burgos. Gran parte de estos cenobios fueron el resultado de la evolución o refundación de los antiguos monasterios familiares de aristocracia condal o de caballeros. El peso de la familia fundadora fue muy fuerte en sus primeras décadas de vida, pero luego el patronato tendió a diluirse ante la influencia de las familias hacendadas de la comarca, nobles o no, cuyas viudas e hijas profesaron en ellos. Es frecuente encontrar hermanas y sobrinas, que se transmiten sus bienes y su posición dentro del convento.

Este monacato no es un mero espejo del masculino benedictino. Sus fronteras con los cenobios cistercienses son más difusas: Tórtoles se coloca bajo la vigilancia de un abad cisterciense, Renuncio, Segovia y Tardesillas se afilian a dicha orden, la importancia de la cantora y la portera o el papel de las “señoras” del monasterio les acerca también a esa orden. La relación con los obispos no fue nunca tan conflictiva como en las casas masculinas, y, en ocasiones, se recurrió a su protección frente a terceros. Todo ello muestra una personalidad propia.

Bibliografía

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Barton, Simon (1997): The Aristocracy in the twelfth-century León and Castille, Cambridge, Cambridge University Press.

Details

Pages
1002
Year
2021
ISBN (PDF)
9783631854815
ISBN (ePUB)
9783631854822
ISBN (MOBI)
9783631854839
ISBN (Hardcover)
9783631846100
DOI
10.3726/b18419
Language
Spanish; Castilian
Publication date
2021 (June)
Keywords
América España Interdisciplinariedad Monacato femenino Portugal Siglos XII-XX
Published
Berlin, Bern, Bruxelles, New York, Oxford, Warszawa, Wien, 2021. 1002 p., 110 il. blanco/negro, 16 tablas.

Biographical notes

Daniele Arciello (Volume editor) Jesús Paniagua Pérez (Volume editor) Nuria María Rosa Salazar Simarro (Volume editor)

Daniele Arciello es colaborador honorífico del Instituto de Humanismo y Tradición Clásica de la Universidad de León y centra sus investigaciones en la literatura virreinal hispanoamericana, especialmente sobre Carlos de Sigüenza y Góngora. Junto con el doctor Paniagua Pérez, estudia la figura del humanista italiano Alessandro Geraldini, obispo de Santo Domingo (siglo XVI). Jesús Paniagua Pérez, catedrático de Historia de América de la Universidad de León y miembro del Instituto de Humanismo y Tradición Clásica, se ha dedicado a estudios sobre gremios y oficios en América y a la edición y estudio de autores de los siglos XVI al XVIII de la tradición clásica en América, como Pedro de Valencia, González Dávila, etc. Ha sido promotor de diferentes estudios y eventos sobre el monacato femenino en América. Nuria Salazar Simarro es Profesora investigadora en la Coordinación Nacional de Monumentos Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia y del arte religioso mexicano en la Universidad Pontificia de México. Se ha dedicado al estudio del período virreinal, particularmente de la arquitectura, la minería, la plata y los conventos de monjas.

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