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El México maderista narrado por Mariano Azuela

Contar la revolución, interpretar la historia

by Antonio Martín Barrachina (Author)
©2025 Monographs VIII, 284 Pages

Summary

La revolución política liderada por Francisco I. Madero cambió, sin duda, la historia de México. La experiencia maderista llevó al país a la democracia y lo condujo por la senda liberal hasta que el triunfo de la contrarrevolución armada desvió su rumbo hacia otras etapas del primer gran proceso revolucionario del siglo XX. Con Mariano Azuela, padre de la “Novela de la Revolución Mexicana”, el México insurgente tuvo en la literatura a su primer narrador y a su primer intérprete. Este libro —interpretación histórica, filológica y biográfica— analiza cómo el doctor jalisciense se sirvió de la novela para enfrentarse a la realidad, comprenderla en sus logros y en sus frustraciones y dar razón histórica del México maderista tanto en su acaecer como cuando Madero y el maderismo eran ya terreno del mito y de la memoria.
Un análisis original, crítico y riguroso, de la historia del México revolucionario maderista a través de la obra de uno de los narradores más importantes de Hispanoamérica.

Table Of Contents

  • Cubierta
  • Portadilla
  • Página de título
  • Página de derechos de autor
  • Índice
  • Epígrafe
  • Historiador artista en el trono. Introducción
  • Andrés Pérez, maderista: cuartillas emborronadas al correr de la pluma mientras se espera el desastre
  • Seis meses que revolucionaron México: historia y memoria y ficción
  • “Este México que me ha mareado, que me ha herido, que me tiene mortalmente fastidiado”
  • “Convertirme en personaje de novela”
  • “Los maderistas de última hora”
  • Un retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte
  • Madero. Biografía novelada: apoteosis, pasión y martirio de un héroe y un santo
  • Entrada retrospectiva: Mariano Azuela, maderista
  • “Con hombres como Madero voy a donde me lleven”
  • “Tormentosos días para el maderismo”
  • “La bala que mate a Madero salvará al país”
  • “Es un héroe y es un santo”
  • Tristeza inconcusa: ante el tribunal de la historia. Epílogo
  • Referencias citadas
  • Índice de ilustraciones

Índice

  1. Historiador artista en el trono. Introducción

  2. Andrés Pérez, maderista: cuartillas emborronadas al correr de la pluma mientras se espera el desastre

    1. Seis meses que revolucionaron México: historia y memoria y ficción

    2. “Este México que me ha mareado, que me ha herido, que me tiene mortalmente fastidiado”

    3. “Convertirme en personaje de novela”

    4. “Los maderistas de última hora”

    5. Un retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

  3. Madero. Biografía novelada: apoteosis, pasión y martirio de un héroe y un santo

    1. Entrada retrospectiva: Mariano Azuela, maderista

    2. “Con hombres como Madero voy a donde me lleven”

    3. “Tormentosos días para el maderismo”

    4. “La bala que mate a Madero salvará al país”

    5. “Es un héroe y es un santo”

  4. Tristeza inconcusa: ante el tribunal de la historia. Epílogo

  5. Referencias citadas

  6. Índice de ilustraciones

La literatura puede ser citada como testigo ante el tribunal de la historia.

Alfonso Reyes, El deslinde (1944)

Las revoluciones no se detienen, círculos sin tregua o espirales que salen de nuestros placeres y rebeldías. Las brechas no se acaban, siguen descubriendo cicatrices de difuntos, de vivos o de espectros.

Arturo Azuela, El tamaño del infierno (1973)

No nos engañemos, nos dice Azuela el novelista, aun al precio de la amargura. Es preferible estar triste que estar tonto.

Historiador artista en el trono Introducción

Entretenerse largas horas y días en anotar y recomponer acontecimientos que nos fue dado observar, delinear gentes y cosas que jamás existieron sino en nuestra mente, equivale a fugarse del camino grande y escapar por una vereda. Eso hice y eso sigo haciendo todavía: dar una visión exacta—dentro de mis posibilidades—del radio de observación que me tocó en suerte en estos tiempos tan ricos en planos, aristas, relieves; tan llenos de color y movimiento, como sombras y colores. Aportar puntos de vista más o menos personales de los hombres, cosas y sucesos, es lo que he hecho o querido hacer en este mi refugio, la novela.

Mariano Azuela, El novelista y su ambiente

La Revolución mexicana cambió para siempre la historia de México; una historia que, desde su desencadenamiento contra el régimen autoritario de poder personal del general Porfirio Díaz, no ha dejado de marcar en todos los órdenes. Fue, sin duda, la gran revolución del siglo XX en América y la primera de un siglo extremadamente revolucionario y violento a nivel mundial, era de extremos y de civilización y barbarie, según lo definieron Eric Hobsbawm y Gabriel Jackson. Compartió con las otras grandes revoluciones del siglo—la soviética y la china, la cubana y la nicaragüense—esas características que concretaron la centuria de tal modo, pero sus particularidades la singularizan sin embargo sobre todas las demás. La revolución, ciertamente, nunca tuvo la intención de representar un paréntesis en la historia de México. Hacia 1950 varios historiadores—Howard Cline, James Wilkie—contemplaban lo ocurrido como una secuencia histórica aún no cerrada, una suerte de “revolución permanente” en la realidad mexicana que, un siglo más tarde, remachaba una continuidad mítica con la madrugada del 16 de septiembre de 1810, esto es, con el llamado del cura Hidalgo (“Grito de Dolores”) a luchar por la independencia, revestimiento esencial y fundacional concedido a un relato unitario de liberación nacional en el nuevo continente con el que cubrir sus entretelas de sucesión de guerras civiles entre criollos1. Hoy, tras el gran desarrollo de la historiografía de la revolución, desde la irrupción coetánea de las obras de los testigos y protagonistas a los análisis científicos, en torno a los sesentas y setentas, de una historiografía profesional, revisionista y desmitificadora, ya subrayada en su día por David C. Bayley (1978), es comúnmente aceptado apreciar la Revolución mexicana como un proceso (político, militar, social) revolucionario—y contrarrevolucionario—complejo, fragmentado y discontinuo, con movimientos simultáneos, también caótico y localizado en zonas concretas del país con características dispares que no se generalizó socialmente ni cristalizó en un movimiento unitario ni envolvente de dimensión y concepción globales. Organizado, por el contrario, en caudillos carismáticos, cada uno mantuvo un concepto distinto de la revolución y la orientó a objetivos dispares, como reflejó a la perfección Enrique Krauze (1997a) con las vidas plutarquianas de Biografía del poder. “La revolución—ya lo señaló Octavio Paz (1944: 28)—fue muchas revoluciones”, movimientos o etapas de un proceso extremadamente violento, fruto de su imparable “fuerza destructiva”, en palabras del gran historiador mexicano Daniel Cosío Villegas en su memorable “La crisis de México” de 1946, y que no cesaría, al menos, hasta 1920 o aun hasta 1929, con el fin de la primera guerra Cristera, o 1941, final de la segunda. Si en algo fue unitaria la revolución, en efecto, es en su condición de durísima guerra civil, con alrededor de quinientas mil víctimas directas más otras tantas por carestías y enfermedades que corroboran la apreciación Isaiah Berlin (2019: 138–139) en 1991 sobre la pasada centuria como “terrible siglo”, “con su violencia y su chovinismo generalizados”, en el que “han sucedido más cosas terribles que en cualquier otra época de la historia”.

Algo muy distinto, en cambio, planteó la consolidación del nuevo estado nacional (post)revolucionario mexicano a partir de los treintas y cuarentas. El partido oficial de la revolución (Partido Nacional Revolucionario, PNR, 1929; Partido de la Revolución Mexicana, PRN, 1938; Partido Revolucionario Institucional, PRI, desde 1946) gobernó ininterrumpidamente durante setenta y un años (1929–2000) y doce presidentes consecutivos. Su predominio en el poder fue absoluto e inamovible. Entre las apariencias democráticas y los modos corporativos o directamente autoritarios de un estado monopartidista carente de pluralismo cierto bajo el poder omnímodo de una presidencia imperial, se fue institucionalizando la idea de una Revolución mexicana como realidad permanente con la que legitimar desde la historia su continuidad política2. Don Porfirio se había ido… pero lo había sustituido una revolución degenerada en doña Porfiria, como gustaba decir Cosío Villegas3. El nuevo régimen estableció demasiadas semejanzas con el pasado que pretendió liquidar, fuera como modelo de “la dictadura perfecta” (o imperfecta) o como “sistema de dominación hegemónica de un partido”, por decirlo con las célebres formulaciones—ambas oportunas piedras de toque—que opusieron Mario Vargas Llosa y Octavio Paz en el encuentro El siglo XX: La experiencia de la libertad (27 de agosto - 2 de septiembre de 1990), organizado por la revista Vuelta y retransmitido por televisión pocos días antes de la Asamblea Nacional del PRI (Paz y Krauze, 1991). El sistema político del siglo XXI—aquejado de viejas deficiencias, minado por lacras ya antiguas y peligrosamente amenazantes—no ha sido una excepción; tampoco la declinación demagógico-populista del PRI. Tras la alternancia con la experiencia democratacristiana a través del Partido Acción Nacional (2000–2012) y la nueva oportunidad (fallida y desaprovechada) del PRI (2012–2016), el Movimiento de Regeneración Nacional (morena, 2011), llegado al poder en 2018 y reelegido en 2024, y antes el Partido de la Revolución Democrática (PRD, escindido del PRI en 1989) del que se escindió, comparten raíces profundas y han continuado apelando desde el otro extremo del espectro ideológico al argumento de la revolución para legitimarse en ella.

Respaldado y respetado, se fue haciendo creíble el mito de una única Revolución, popular, orgánica e inteligente—el mito de “los doctores de la historia”, según observó John Womack (1979)—al servicio de ideales, objetivos y programas comunes luego traicionados y postergados en horizonte nunca alcanzado pero al que los sucesivos gobiernos seguían encaminando sus propósitos: “con este cambio de sentido, la Revolución ya no es un pasado específico y localizado, sino deviene en un porvenir que se adecuará a las exigencias del tiempo” (Díaz Arciniega, 1987: 140). Como ha escrito Carlos Granés (2022: 40–45), con las pistolas aún cargadas “los supervivientes se enfrentaban al descomunal reto de darle un sentido y una justificación histórica al millón de muertos que dejaban los levantamientos y al devastador caos que se había llevado por delante la economía y las viejas instituciones”, a la realidad resultante de la acción del “fenomenal polvorín” donde se mezcló todo y que dejó a México “en la ruina y por completo transformado”4.

Desde los orígenes y el estallido de la revolución el 20 de noviembre de 1910 hasta el 19 de febrero de 1913, el protagonismo desempeñado por Francisco I. Madero González (1873–1913)—hombre bondadoso y bienintencionado, idealista más que ingenuo y muchas veces por tanto políticamente ineficaz, aunque demócrata cabal, resuelto y comprometido, honesto y tolerante, enormemente valiente y noble y sincero, de trayectoria dignísima y limpia como gobernante incorruptible con un férreo e invariable sentido de estado; una determinación descomunal sobre una estatura en torno al metro y medio que no le impidió ser habilísimo bailarín y jinete pero le granjeó los escarnios de “presidente Pingüica” y “enano de Tapanco”—en el proceso revolucionario constituyó el primer acto de lo que luego, en bloque, se ha construido como Revolución mexicana, sintagma que, por tanto, tampoco ha significado lo mismo a lo largo del tiempo. En un primer momento, como en el título de la novela del escritor liberal Juan A. Mateos, La majestad caída o La Revolución mexicana (1911), fue la lucha identificada con el liderazgo de Francisco I. Madero y hacía referencia, fundamentalmente, al periodo armado que derrocó al porfiriato. Hacendado liberal de inquebrantable convicción democrática, Madero encabezó la oposición política contra la séptima reelección del dictador Porfirio Díaz—la lucha de un microbio contra un elefante, en advertencia de su abuelo Evaristo Madero—como líder del Partido Nacional Antirreeleccionista; ante la continuidad de un gobierno ilegitimado en el fraude electoral y la represión opositora, llamó luego a tomar las armas y acaudilló la primera etapa revolucionaria; alcanzó la presidencia de la república en las primeras elecciones libres y, traicionado por unos y otros, murió asesinado en la culminación de un golpe militar contrarrevolucionario recordado como la Decena Trágica. En los últimos cuatro años de su vida Madero galvanizó la política mexicana. Lideró su despertar democrático como abanderado de la libertad, encarnación de las aspiraciones y las esperanzas de un pueblo identificado con él y que, sin embargo, aún tuvo tiempo de sentirse divorciado de una revolución instalada en el poder pero que no acababa de hacerse poder, al menos según querían quienes para ello habían empuñado las armas en su nombre. Madero, sin duda una de las figuras políticas más importantes de la historia mexicana contemporánea, y desde luego la primera de su siglo XX, encarnó otro caso de personalidad políticamente insólita en el poder que ha dejado honda huella en la historia de la pasada centuria5.

Ya en vida, pero sobre tras su magnicidio, su biografía se entretejió con los mimbres del apóstol de la libertad y la democracia mexicana. La trascendencia del mesías se impuso a los patrones de quien había irrumpido como un iluminado extravagante o un espiritista loco. El mito, con todo, no siempre desdijo (o no enteramente) la verdad histórica. Constitucionalista convencido, liberal y demócrata “químicamente puro”, como diría Cosío Villegas, probablemente ningún otro gobernante en la historia de México—cuya última declinación demagógico-populista en el poder tan en vano ha tomado su nombre un siglo después y tan poco invita al optimismo por su tentación autoritaria—haya observado con tanta escrupulosidad los derechos democráticos y constitucionales, la separación de poderes y la libertad de los ciudadanos como lo hizo Madero durante los quince meses que ocupó la silla presidencial. La participación ciudadana a través de elecciones efectivas mediante una organización política representativa fueron requisitos irrenunciables de su ideario, orientado a la transformación de un régimen autoritario, autocrático y oligárquico en una democracia liberal moderna mediante la reforma y la sujeción del cambio político a los cauces legales. Su sueño, como ha escrito Carlos Martínez Assad (2011: 22), fue “una obra que atravesó el siglo”, la apertura de un camino “que aún en nuestros días continúa”. Pocos hombres han desempeñado una labor de pedagogía democrática y ciudadana tan ambiciosa—por más que prematura y fallida en distintos aspectos—en un país de quince millones de personas en el que, sin embargo, la política era un lenguaje extraño y desconocido que sólo concernía a unos veinte mil votantes organizados en la autocracia del Gran Elector. Una célebre anécdota se ha convertido en todo un símbolo de la magnitud del problema que hubo de afrontar Madero. Ante los continuos vivas a la democracia que acompañaron su entrada triunfal en la Ciudad de México el 7 de junio de 1911, uno de los allí presentes preguntó acerca de esa democracia vitoreada y le respondieron que debía de ser la señora que acompañaba a don Pancho. La tesis de Madero se forjó en evidencias similares: “el único modo de hacer fuerte a un pueblo es educarlo y elevar su nivel material, intelectual y moral” (Ross, 1959: 95). Por otra parte, aunque las cifras, igual que las fechas—“indispensable pegs on which to hang the tapestry of history”, como escribió E. H. Gombrich (1951: 119)—, son siempre importantes en el análisis histórico, en este caso se revelan decisivas si se quiere entender cabalmente la dimensión de los hechos. De los setenta y un gobiernos que tuvo México antes de la llegada democrática de Madero al poder en las primeras elecciones libres del siglo XX, sólo diecisiete fueron constitucionales y de éstos, sólo cuatro completaron su periodo, sin que se vieran interrumpidos por derrocamiento, renuncia, licencia o muerte de su titular (Emmerich, 1985: 54, 62). El grupo insurgente que en unos meses derrumbó el porfiriato apenas representaba “el uno por millar de haber demográfico de México”. No se puede orillar el lugar de quienes Luis González (1985), abogando por una “microhistoria mexicana” al arrimo de “esa Clío menuda” que “recoge la conciencia del pueblo”, llamó “los revolucionados”, esto es, ese 98% de la población que no participó sino que sufrió la revolución; que no se alzó en armas ni tomó parte en los combates y que, sin embargo, fue víctima, en cientos de miles, de la violencia desatada tras los estallidos bélicos ante los que “se puso las manos sobre la cabeza”.

Hechos cruciales, pues, en las vidas de tantos mexicanos aun sin participar en ellos, la del seminarista forzoso y en seguida fallido para convertirse en médico cirujano y partero, especialista en enfermedades venéreas en la Beneficencia Pública (luego Dirección de Salubridad) de la Ciudad de México, Mariano Azuela González (1873–1952) no fue una excepción. Nacido en Lagos de Moreno, Jalisco—que es cuna de hombres cabales—, procedente de una familia de orígenes paternos aragoneses (Jaulín, municipio de Zaragoza, cuya replaceta está dedicada a la “Familia Azuela”) emigrada a la Nueva España a finales del XVIII6, no hay duda de que Mariano Azuela—personalidad introvertida, austera, familiar, responsable, hombre liberal de carácter serio y reservado templado en la experiencia, estatura media, lentes redondos y bigote poblado característicos de un rostro progresivamente cuadrangular y algo chaparro—constituyó una de las plenitudes de la cultura mexicana del siglo XX. Su obra, reconocida con el Premio Nacional de Literatura (1942) y el de Ciencias y Artes (1949), lo sitúa entre los más importantes escritores hispanoamericanos contemporáneos. Defensor de la transformación democrática del país en la agonía del porfiriato a través de la fórmula de Madero, el escritor desconocido tras el “médico de la hilacha” al que sus enfermos pobres pagaban con animales y alimentos se implicó en la política local como convencido maderista, primero desde el Club Antirreeleccionista y, tras el triunfo de la revolución, como jefe político durante unas semanas y candidato a diputado por el Partido Liberal para el Congreso del Estado en Jalisco. Con mujer y seis hijos, enfrentado con los caciques locales y sometido a constante observación desde la caída de Madero por haber comprobado sus ideales maderistas, tras la Convención de Aguas Calientes (10 de octubre - 9 de noviembre de 1914) y hasta enero de 1916 amplió la experiencia revolucionaria en la División del Norte (Zacatecas, Guanajuato, Chihuahua) como jefe del servicio médico en el Estado Mayor del general villista Julián Medina, que desempeñó con grado de teniente coronel. Según el “gran deseo”, alimentado desde que comenzó el movimiento revolucionario con Madero, de convivir “con auténticos revolucionarios—no de discursos, sino de rifles—como material humano inestimable para componer un libro”, esa circunstancia le bastó para sentir “placer y satisfacción en mi forzada aventura” (Azuela, 1960: 1080). Fue el origen de la novela de la Revolución mexicana más famosa y leída, Los de abajo (1915), responsable de una consagración internacional—pero diez años después—que, por aludir sólo a la recepción española, le granjeó la admiración sin reservas de Valle-Inclán, Ortega, Azaña, Rivas Cherif, Giménez Caballero y Díez Canedo, renovada después, desde el exilio, por José Bergamín y Ramón Sender.

Details

Pages
VIII, 284
Publication Year
2025
ISBN (PDF)
9783631937389
ISBN (ePUB)
9783631937396
ISBN (Hardcover)
9783631937372
DOI
10.3726/b23147
Language
Spanish; Castilian
Publication date
2025 (November)
Keywords
Mariano Azuela Revolución mexicana Francisco I. Madero Historia de México Novela de la Revolución Mexicana Decena Trágica Maderismo Democracia en México Revolución maderista Revoluciones de México México maderista
Published
Berlin, Bruxelles, Chennai, Lausanne, New York, Oxford, 2025. viii, 284 p., 53 il. blanco/negro.
Product Safety
Peter Lang Group AG

Biographical notes

Antonio Martín Barrachina (Author)

Antonio Martín Barrachina (España, 1999) es historiador y filólogo. Desarrolla su labor investigadora y docente en la Universidad de Zaragoza. Dedicado a la historia y la literatura contemporáneas, su producción científica se ha centrado en las recreaciones literarias de la historia, los relatos nacionales y los procesos de construcción nacional.

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